lunes, 1 de septiembre de 2008

EN BUSCA DE UN RECUERDO
(Última Parte)




Por Oscar Perlado Rodríguez
Comentarios: shagyetc@hotmail.com






Simultáneamente el recuerdo se asocia con el lugar donde nos tomamos algunas fotos aquel día. También mi hermano lo había hecho cuando le tocó recibir la primera comunión dos años atrás. No eran escenarios montados, eran simples paredes o estructuras de las casas aprovechadas por los fotógrafos para improvisar un fondo para sus tomas.

Viendo estos lugares me vino a la mente la imagen de la ruta por donde me gustaba llegar a la iglesia cuando ya no necesitaba ir con mi padre. No reconocí inmediatamente el camino. Como conté en un principio, una vez fuera de la urbanización, cuando llegué al lugar, había olvidado por completo dicha ruta.

Ahora me encontraba en el caso opuesto. Debía ir de la iglesia al punto de partida. Obviamente no podía estar perdido. Desde este lugar sabía en qué dirección se encontraba la avenida de la cual había comenzado la jornada. Sin embargo quise recordar en detalle el camino que había seguido de niño para regresar a casa.

Mire atrás por última vez; observé la iglesia, la tienda, el colegio (en ese orden, para no traicionar su descubrimiento); por último , los dos extremos de la calle donde se encontraba la iglesia. No quise agregarle palabras a esa imagen. Volteé decidido a recuperar los pasos que había dado hacía quince años.

Luego ya en el punto de partida no me extrañó tanto llegar a ese lugar, habiendo encontrado la ruta que había olvidado, si no más bien, el hecho de que entonces prefiriera un camino de veredas calladas, de casas sin gente, asediadas de verdes y callejones que pintaban la ruta de un misterio, como si uno se metiera a un hoyo negro o se escapara de la claridad. No sabía si era una elección propia de mi timidez o de mi búsqueda empedernida de fantasía. A mi parecer no he cambiado mucho puesto que sigo prefiriendo las calles solas, los verdes y los pasadizos sin techo hacia la nada.

Llegué de esta forma al parque de donde comencé la jornada en la mañana. Caminé algunos minutos hasta llegar a mi paradero. Prolongué la caminata con el fin de dar rienda suelta a mis sonrisas sin sentido por el tesoro de aquel día escondido detrás de lo incierto. Ya no era necesario mirar hacia atrás.

No lo esperaba pero la incertidumbre no acabo allí. Ya en el paradero dos carros de la misma ruta pararon para jalar pasajeros (así se dice aquí en Perú). Me decidí por el segundo en llegar. Extrañamente la prisa para todo se me había ido. Esta calma se trasladó al hecho de no correr para alcanzar al primer carro que se había estacionado a unos metros delante de mí. Algo me llamó la atención del cobrador del carro que había decidido tomar. Creí reconocerlo. Era David, otro amigo que había llevado conmigo un curso de diseño grafico hacía tres años, cuando me lo exigía mi especialidad de publicidad, y que vivía en la misma urbanización que yo. Uno de sus hermanos menores había muerto dos años atrás. Era un niño que había estudiado con mi hermana menor en su primer año en el colegio. Nunca pude darle las condolencias del caso, aunque había ido al velatorio acompañado de mi madre con esa intención pero no lo encontramos. Nunca le di un texto que la había escrito a la memoria de su hermano, por cuyo deceso mi hermanita había tenido pesadillas y hasta llorado.

Me dijo en un lenguaje común: ¡Oiga! Ven, sube. Es raro que en Lima un cobrador trate bien a un usuario. Sin embargo subí al carro algo constreñido. La imagen que había tenido de él al verlo había sido el de una derrota. Me había contado unos meses atrás cuando me lo crucé por casualidad en el barrio, que había conseguido un buen trabajo en la aduana del Aeropuerto de la capital. Verlo de cobrador me ensució la alegría de ese día o hizo rebalsar su melancolía.

Ya en el carro me contó que el dueño del ese vehículo era su padre y que ganaba casi 50 soles diarios. No supe si creerle. Sabía que un cobrador podía ganar más de 20 soles diarios, aunque dependía de de la cantidad de pasajeros que llevaba y traía en todo el día, cantidad que obviamente era variable. Ante mi incredulidad, me respondió que él ganaba un sueldo fijo, es decir, que no importaba si les iba bien o mal en la jornada; él recibía su pago completo.

Me extrañé muchísimo pero a la vez, me alegré de que ganara más que el mínimo común de los peruanos, cuyos profesionales a veces reciben menos que él , a pesar de la calidad de su trabajo . Admito que hasta después de bajar del micro no le creí. No sé si por pesimismo o porque llegué a pensar que lo había dicho con el fin de esconder su peruana realidad, borrando de mi mente cualquier suspicacia.

Le agradecí que no me cobrara el pasaje y me bajé. Quise traspasarle a través mi mano tal vez algún tipo de energía. De tal modo que si le iba mal que mejorara todo para él y si le iba bien que todo siga siendo siempre así.

Fue un día para el recuerdo, aunque hubiera sido planeado para buscar uno perdido. Me había reencontrado con mi niño, reconociendo las rutas que solía tomar mi psiquis de niño, mi alma todavía sin forjar. Había sorteado las sombras de mi memoria descubriendo la luz de unos momentos lejanos pero míos. Había repetido caminos antiguos y me había topado con personas que nunca debieron estar allí, o que estaban detrás de lo incierto.

Un día lleno remembranzas, redescubrimientos y reflexiones que me trajo un simple deseo de salir en busca de un pedazo del pasado. Un sinsentido que me llevó al sentido de conocer el camino luego de haberlo terminado. Aquel día pudo haber sido como otro, pero fue como tuvo que ser: un día que volví a la convicción de un camino todavía sin recorrer acechado de incertidumbre.

FIN

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