lunes, 11 de agosto de 2008

Catarsis

CRÓNICAS CRÓNICAS











Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com








I
Me contó aquella extraña anécdota suya una madrugada de febrero en el Gato Negro, con más de diez botellas de cerveza vacías sobre la mesa e incontables colillas de cigarrillos Mr. Ritchmond aplastados en el cenicero, cuando la densa oscuridad de las noches de verano empezaba a desvanecerse hacia un púrpura platinado en el firmamento sin luna ni estrellas, y acaso un gallo desvelado cantó en el techo de algún edificio cercano. Al volver a casa, todavía muy obnubilado por los deliciosos efectos secundarios del alcohol, lo escribí de un tirón en un pedazo papel que arranqué de un viejo cuaderno que encontré en el baño, con letra ambigua y ortografía de camionero, para que, en los delirios del sueño que estaba a punto de derrotarme, no se me perdiera ningún detalle o éstos no se enredaran con otros que nada tenían que ver (aunque en el transcurso de los meses que preceden a esta publicación he llegado a la conclusión que por más esfuerzos que uno haga, la memoria siempre se queda con los mejores trozos de nuestras ideas). En los días siguientes le di mil vueltas al borrador en bruto, lo giré al derecho y al revés, probé empezar por el final y terminar con el inicio. No funcionó. Lo volví a su posición inicial y volví a escribirlo todo en primera persona (un recurso fácil que utilizo siempre para no enredarme con los avatares del tiempo y espacio). Luego lo dividí en cinco partes desiguales (otro recurso fácil que utilizo siempre porque no puedo sostener la secuencia de hechos de un relato por más de una página), como suelo hacer con las crónicas que escribo para Cambios, reescribí el final porque no terminaba de convencerme el que me había dictado el propio protagonista. Eliminé sin miramientos algunos párrafos que sobraban y otros que no encajaban con el estilo que quería imprimirle al texto. Consulté en el diccionario ciertas palabras simples para eliminar las redundancias ociosas de las que por lo general abundan en mis escritos pues no soy un experto con la retórica. Con no poco esfuerzo logré terminarlo en dos semanas de aislamiento absoluto, y cuando volví al mundo, se lo mostré a Gabriel mientras tomábamos sendos vasos de licor barato en un sucio bar del óvalo de Santa Anita. No le gustó, además según me dijo “no es un cuento creíble” y mucho menos podría ser un testimonio fidedigno de un tipo descarriado. Entonces no me quedaron dudas: Era la historia que había estado buscando por muchos años desde que me dedico al triste oficio de escribir. Volví al bar el sábado siguiente, tratando de encontrarle un título que vaya a tono con el texto, en medio del calor del contagioso alboroto de los numerosos obreros de construcción del barrio que, cayendo la noche iban al bar a refrescar sus fatigados cuerpos; lo encontré dos cervezas más tarde, en una brillante frase de un viejo concurrente que reaparecía después de meses de ausencia, tras escapársele por poco a la muerte, y le dijo a sus camaradas inflado de orgullo: “Puta madre, yo ya estaba muerto”. Exactamente una semana después lo tuve listo y con el tiempo vencido, se la envié a Ernesto, responsable de edición de una revista limeña en la cual escribo una columna mensual, más por quitármelo de encima (porque cada día que pasaba me parecía menos bueno de lo que creí en un inicio, y la idea de tirarlo definitivamente al bote de la basura empezaba a rondar) que por expectativa de podía generar en los escasos individuos que se pueden dar el lujo de quitarle tres cervezas a su fin de semana para comprar un semanario tan pobre, y sentirse un poco más ilustrados.

II
Nos conocimos meses atrás en la sucia barra del bar Azul, de la Avenida Arenales, a la cual solíamos ir a beber solos porque ninguno de los dos tenía amigos, y desde el primer momento que cruzamos palabra supe que nuestras historias estaban unidas indefectiblemente por el mismo cordón umbilical del fracaso. Entonces yo acaba de abandonar la facultad tras dos meses de farsa impuesta (absolutamente convencido de que no servía para nada en el mundo que no fuera escribir, leer literatura de la mala y tomar cerveza o vino los sábados en el Melonio), y él, (a quien todos llamaban con su viejo alias de perro callejero: “Colita”) de fugarse de la correccional, donde pasó toda la adolescencia, a donde lo envió su padre tratando de regenerarlo por la fuerza de sus hábitos de perro vagabundo y su adicción al alcohol y las drogas. Dos meses después aún no tenía decidido qué carajos hacer con su bendita libertad después de haber peleado tanto hasta conseguirla sobornando a sus carceleros. No fue difícil congeniar pues en el fondo éramos la misma persona doblada y puestos por dios en dos contextos opuestos, pero predestinados a encontrarse en sus respectivos peregrinajes hacia la nada. A pesar de ser un muchacho inculto tenía gran aprecio por la lectura y siempre que nos encontrábamos para tomar un par (o más) de cervezas en la barra le llevaba un ejemplar de la revista, con mi crónica en la página 25 (la última, cómo no) que luego me comentaba con gran entusiasmo. Tenía en mente habla hacer algo con lo poco de su agitada vida que me había ido contando a lo largo de nuestra amistad, y aunque se lo había comentado, nunca había pensado seriamente en ello, y mucho menos había escrito siquiera un párrafo de borrador, porque lo veía como un proyecto futuro que parecía no tener fecha de inicio (al menos por el momento). El día que le mostré el primer borrador con el relato de su épica hazaña, que incluía (como el Mesías), muerte y resurrección, quedó tan fascinado que me ofreció una cerveza, que acepté de buena gana a pesar de estar con prisa pues me iba a la embajada a renovar mi pasaporte. Me prometió seguir contándome de a pocos la saga completa de su caótica vida (que incluían, para avivar el morbo de los lectores, las oscuras travesuras sexuales de su antigua pandilla en pleno con un seudo periodista que entonces era reportero, y hoy frente a las pantallas funge de moralista y protector de la infancia perdida). Le prometí escribirlas todas e ir publicándolas una a una en la página veinte (la última, cómo no) que me habían asignado. Me apresuré a despedirme porque venía bastante retrasado y él, volviendo la cara para auscultar las exuberantes posaderas a Julia, la camarera, que en ese momento se iba a la cocina, me dijo sin mirarme.

- Y vamos a medias, compañero.

III
Como la historia no fue publicada en la revista (y no es que yo perdiese el tiempo leyendo aquel tabloide en el cual escribía sin mayor inspiración que el dinero, sino que nunca me llegó a casa el sobre con los ciento veinte soles que teníamos acordado por cada columna de una página y media), fui a hablar con Mario, que, a la renuncia de mi buen amigo Enrique, acababa de ascender al puesto de director. Me recibió en su casa, vestido de fiesta, con un gran vaso de whisky en la mano, y la misma sonrisa hipócrita que siempre solía regalarme cuando nos cruzamos en los pasillos de la redacción (porque hoy que escribo esto para otra absurda publicación y no tengo ninguna atadura moral que me impida hacerlo, puedo decir sin temor a equivocarme, que nunca me quiso como columnista en su revista); me invitó a tomar un trago, que no rechacé no tanto porque disfrutara de su compañía como sí del fino licor que siempre tenía en sus repisas. Luego trajo una botella de vino y continuamos bebiendo y conversando como nunca habríamos de beber y conversar nunca más. Hacia las once de la noche, cuando habíamos hablado de todo menos del asunto por el que había ido a visitarlo, tomé la decisión de entrar a velocidad peligrosa por la pendiente de nuestras diferencias que, habiendo madurado por meses hasta volverse insufrible, y ahora terminaban con una artera censura definitiva que no esperaba (ciento veinte soles menos a mis exiguos ingresos era algo inesperado desde todo punto de vista). Me armé de valor para mirarlo de frente, con todo el desprecio que sentía por él y su ridícula publicación, antes de preguntarle a quemarropa: “¿Qué pasó con mi columna?”:

- No podíamos publicarlo como está. – Me dijo de saque, dejándome en claro que no había marcha atrás a la decisión de su comité editorial, que acaso me odiaba más que él mismo y por lo mismo ahora estarían celebrando mi, lo mismo que abrupta, previsible, salida.

- ¿Y por qué no? Nunca han puesto objeciones a mi columna y la única condición con la que entré a la revista fue la libertad para escribir lo que me viniera en gana. - repliqué tratando de explicar las (ahora) caducas condiciones bajo las cuales fui integrado al staff de escritores del entonces novel proyecto literario de Enrique.

- A mí personalmente me agrada cómo escribes y me gustaría que te quedaras, pero ahora tenemos otras perspectivas… digamos un tanto mediocres para tu enorme talento.

Podía notar en su rostro toda la hipocresía posible (esta vez sin disfraces pues el alcohol nos había despojado de aquellos recursos de cortesía que siempre usábamos para tratar de sobrellevar una interminable guerra fría que se había extendido por dos largos años, y que ahora, ungido como la cabeza de la publicación, tenía en sus manos mi destino). Él continuó aun:

- A menos que lo reescribas en tercera persona y le pongas algunas objeciones al comportamiento de tu protagonista… no sé si sepas, pero estamos pensando en ampliar nuestra distribución a un público más diverso y comprenderás que…

- No soy Carlos Cuauthémoc, a Dios gracias. – Repuse furioso, dejando caer sobre la mesa el vaso, cuyo contenido saltó por encima del borde, mojándome los pantalones e inundando el piso bajo mis pies.

- Pues no estaría mal que ensayaras algunos como los él – Nos sería de muchísima utilidad en esta nueva etapa que estamos empezando - replicó con una sonrisa de burla.

- Ese tío escribe huevadas– alcancé a decir antes de levantarme indignado y abandonar la habitación, tambaleándome, en medio de un estallido de improperios que hoy prefiero olvidar. En la sala tropecé con mono disecado sobre una base de madera, y lo pateé fuerte contra la pared antes de abrir la puerta, salir, y cerrarla violentamente. El viento glaciar del invierno limeño entró por mis fosas nasales, abriéndose paso a puñaladas por mi tráquea, e inundando de fresco aire mis arruinados pulmones.

IV
Caminaba de regreso a casa arrastrando los pies y zigzagueando, desde el paradero de la línea 79. Entre las brumas de la embriaguez era consciente que acababa de darme nuevamente contra un portón infranqueable y era hora de empezar de cero, aunque no tenía una remota idea del cómo ni dónde. A un lado de la carretera, desierta a esas horas, un gato negro tomaba agua de un sucio charco que se había formado en una leve depresión del suelo, con el agua de la copiosa lluvia que había caído a la tarde. Estaba en mangas de camisa y temblaba, aunque eso poco me importaba porque la calentura que llevaba encima estaba terminando de cocerme a fuego lento. El gato alzó la cabeza y me miró fijamente. Le sonreí buscando en sus enormes ojos esmeralda, algún rastro de complicidad. Se volvió, indiferente. Hundió nuevamente el hocico en el charco y se echó un sorbo más antes de alejarse corriendo junto a las vías del tren, hasta desaparecer en la más completa oscuridad detrás del desierto hangar donde algunos años antes la pandilla del “Colita” se refugiaba para beber y drogarse, y fornicar toda la noche por unos cuantos pesos (para seguir bebiendo y drogándose) con el insaciable reportero (y hoy periodista) homosexual. En el fondo me sentía feliz de que no me hayan censurado en la mugrosa revista de Mario por ser un mal escritor.


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