sábado, 28 de junio de 2008

Catarsis

ÉL ES LA AUTORIDAD











Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com








I
- Sus documentos, por favor.


El oficial se quitó el quepí de copa trapezoidal y se lo colocó debajo del brazo derecho. Detrás de él tres agentes lo imitaron, y se separaron de él con dos pasos hacia atrás, juntando las piernas en posición de firmes. Mañana soleada de Enero en la habitación 301 de un hospedaje de mala muerte en Córdoba, y lo que menos hubiera deseado aquel día que recién empezaba para mí, era toparme con la policía federal, y menos que vinieran a buscarme. Mucho menos que me despertaran a las nueve. Como al inicio no entendí su presencia y me quedé mirándolos con expresión de nada, se vieron obligados a presentarse, y lo hicieron uno a uno, con nombres y cargos que hoy, mientras escribo esto, no me interesa recordar, tras lo cual quedaba claro que quedaban habilitados para hacerse cargo de mí, y pedirme que tuviera la amabilidad (que en el fondo era la obligación) de identificarme.


Minutos antes dormía plácidamente y soñaba con un violento asalto a alguna oficina bancaria, en el cual luchaba del lado de los malos. Los golpes en la puerta no habían logrado despabilarme del todo y fueron necesarios los agudos gritos del joven encargado de la recepción para animarme a saltar de la cama y abrir, a fin de que se callara de una maldita vez. Estaban vestidos con uniformes impecables y en sus pesados borceguíes negros podían verse sus rostros alargados de lo relucientes que estaban. Me preguntaron si yo era el tipo que andaban buscando y aunque no estaba seguro ello, por lo menos mi nombre y nacionalidad coincidían. El agente que dirigía el operativo de captura me lanzó una larga mirada, y pude notar en su rostro una profunda decepción pues acaso había imaginado que el escurridizo delincuente que venían a aprehender un tipo que pudiera oponer mayor resistencia a su labor. A la autoridad en el fondo le agrada que uno la resista, pues ello les da carta libre para actuar con mayor violencia de la necesaria. Pero en aquel momento estaba demasiado aturdido como para reflexiones de fondo, y mucho menos en condiciones de resistirme al arresto.

Entraron en la habitación sin pedir permiso y como no me quedó de otra, los invité a tomar asiento sobre la cama, mientras buscaba entre mis pertenencias que estaban por todos lados, aquellos papeles que únicamente me servían para cambiar de país cada cierto tiempo. No parecían llevar mucha prisa, pues mientras revolvía todo, conversaban sobre una mujer que se había ido a Misiones, y que el marido y los hijos andaba buscando. Encontré mi pasaporte tirado bajo la cama y al volverme para entregárselos, y mientras los sacudía del polvo de las dos semanas que había permanecido ahí, seguían conversando despreocupados y sonrientes, sin el menor interés de registrar la habitación. Se me ocurrió entonces que no podía ser nada grave.

Tiempo atrás habían notificado a la recepción que estaba citado por un problema legal pendiente, el cual no llegaron a especificar, y que debía concurrir en la brevedad posible a la gendarmería para rendir mi instructiva, pues en el expediente había fijado aquel hospedaje como domicilio provisional. Como en aquella oportunidad no me encontraron, y el administrador respondió que únicamente me alojaba en su edificio cada cierto tiempo para pasar cortas temporadas, Entonces le dijeron que debía dar cuenta apenas supieran de mi paradero. Pasaron dos largos años hasta que ello ocurriera. En ese lapso de tiempo regresé a Lima y me matriculé en la facultad, por tercera vez en el cuarto ciclo. Viajé a Venezuela a un evento político y luego a Colombia al concierto de Misfits. Regresé a Lima para matricularme (por cuarta vez en el cuarto ciclo) en la facultad. Volví un par de veces a Argentina pero no precisamente a Córdoba. Alertados de mi inesperado regreso, cuando el caso empezaba a cerrarse entrampado en el período de actuación de pruebas, y el expediente a envejecer inexorablemente en los estantes del cuarto de archivos del sótano, fueron a buscarme. Y me encontraron ahí, indefenso, reponiéndome de una mala pero buena noche. No era la primera vez (ni iba a ser la última) que tenía problemas con la policía, y por eso no hice preguntas al respecto. Lo único que lamenté de profundamente fue que en aquel momento Noelia no estuviese conmigo, pues solo ella sabía cómo sacarme bien librado, cada vez que me metía en un nuevo lío.

El que parecía ser el jefe me recepcionó el pasaporte y verificó mi última entrada, registrada veinticinco días atrás en la oficina de migraciones del paso de la Quiaca (todo estaba en regla así que por ese lado no había de qué preocuparme). Le hizo una seña a uno de los ayudantes de que se acerque y cotejaron juntos mis datos con un documento impreso en papel amarillo. Ya no les quedaba dudas que era mí a quien habían venido a buscar. Y aunque lucía amable y distendido, al volverse a mí, sus palabras terminaron por derrotarme:

- Tenés un caso en la fiscalía. Vas a tener que acompañarnos.


II
No miento cuando digo que no fue un acto premeditado, aunque cuando se lo he contado a mis amigos, éstos no me han querido creer.

Al llegar al puente colonial, que se extiende sobre el Río Primero, busqué con la mano en el bolsillo derecho, donde lo había puesto al salir, pero no lo encontré. Hundí la otra en el izquierdo. No estaba. Suele ocurrirme muchas veces así que no me alarmé; me detuve a un lado de la ancha escalera de piedra que se extiende desde un extremo de la pasarela, baja dando amplios círculos hasta el pie de la estructura y luego cae en picada hasta el río de aguas cristalinas que en invierno se tornan oscuras debido al cóctel de lodo y piedras que arrastran desde las montañas. Registré uno a uno mis bolsillos y luego el sucio morral en que llevo siempre un par de libros para matar el tiempo cuando viajo en bus. Revisé también dentro de los libros. Lo había dejado caer en algún lado.


Entré corriendo por la puerta que da a la calle Libertador, bajé en tres saltos los quince escalones, y seguí hasta la pequeña oficina. Ahí, tras el mostrador, seguía la encantadora señorita que me había atendido en la mañana. Recordaba haberme vendido el boleto, incluso el número de asiento: 21. Le expliqué sin dar detalles, el desafortunado (y desconocido) incidente en el que perdí mi boleto. No había de qué preocuparme, aunque había un procedimiento que cumplir. El trámite era simple: tenía que ir al ayuntamiento a denunciar la pérdida del comprobante, y efectuar el pago de un seguro que gravaba la empresa con el cinco por ciento del valor del pasaje, que para el caso eran cinco pesos, que si bien me restaba la posibilidad de un almuerzo decente, era mejor que volver a pagar un dinero que ya no tenía.

Salí sin pérdida de tiempo me lancé a la calle, siguiendo por el mismo camino por el que había vuelto minutos atrás. Nuevamente la entrada a la estación del metro, el café Mérida, el cine Olimpia (cerrado a esa hora) y el pequeño kiosko en la esquina con la calle Zarco, donde me detuve a comprar un paquete de cigarrillos negros. Encendí uno antes de cruzar la ancha avenida de ocho carriles al estilo europeo, y seguí tres cuadras más, las mismas calles rectas y limpias, los mismos edificios hacia el lado de la zona financiera y el mismo policía obeso parado bajo una pequeña toldera colocada sobre el portón de un gran edificio; como ahora iba de este lado de la vía ahora pude ver que era una casa de cambio de moneda. También ahora se me hacía que el agente estaba encargado de custodiar el establecimiento. Al pasar casi corriendo por su lado, volví la cabeza y pude fijarme en la placa metálica que llevaba pegada al bolsillo izquierdo de su chaqueta: Teniente S. García. Diez minutos después entraba al viejo edificio del ayuntamiento, que está al lado derecho del parque Sarmiento.

Me atendió una amable señora que me miraba inquisidoramente tras unos gruesos lentes de frágil montura; a pesar de mi aspecto más de acusado que acusador, se mostró muy interesada en aclarar mi situación cuando le mencioné que no me quedaba dinero para volver a pagar el boleto. Me enumeró las alternativas que tenía en la gama burocrática para obtener el documento que necesitaba, y sin dudar opté por hacer la denuncia por robo. Se me ocurrió que debía ser un asalto. Empezaron a elaborar un atestado y respondí a las preguntas con tal seguridad, que yo mismo terminé convencido que la bajar por el puente de piedra tallada a brazo de esclavo en la colonia, me habían asaltado para robarme un boleto de autobús. Preguntó la hora. Luego el lugar. Y luego el momento decisivo: ¿Está en condiciones de reconocer a quienes lo asaltaron? Entonces recordé a aquel gendarme indefenso, parado bajo aquel pórtico gris, cumpliendo la odiosa labor de no hacer nada ni dejar que pase nada. La policía es así; parecen seres desvalidos pero no pierden la ocasión para mostrar las garras y romperte las costillas a varazos, de modo que no se me contuvo la voz para alzarme sin motivos contra él, en nombre de tantas víctimas de su crueldad, y mentir impunemente:

- Fueron un par de policías. Cuando bajaba por el puente del Río Primero. Me detuvieron por nada y se llevaron todo lo que traía encima- . Cuando salí de la estación de autobuses no creí que pudiera ir tan lejos. Ya no había marcha atrás y tenía que darle consistencia a mi versión. Pude notar que se resistía a creerme, porque me repitió dos veces más, aunque con otras palabras, la pregunta. Entendí que a nadie debe hacerle gracia que un desconocido acusara tan alegremente a uno de los suyos, pero no me rectifiqué y mantuve mi versión. Como había que coronar la denuncia con un dato que, por ser exacto pudiera convencer a todos y que, por encima de todo, no dejara rastros de dudas, terminé:

- A uno alcancé a mirar la placa: decía Teniente S. García.

El agente de contextura delgada y ralo bigote que, embotado en una gruesa chaqueta de cuero negra, redactaba el atestado policial muy deprisa en la vieja máquina de escribir a un lado de la oficina dejó de hacerlo, como si acabara de oír una obscenidad, y volteó hacia donde nos encontrábamos la secretaria y yo, frente a frente. Miró a la secretaria, que desconcertada se había quitado los lentes y ahora me observaba con una tierna y dulce expresión maternal. En el fondo se compadecía de mi desgracia y su puesto de administradora de justicia la obligaba a ponerse de mi lado.

- ¡Gordo de mierda!

Por la noche cené ligero en un cafetín del ala izquierda en el segundo nivel, antes de abordar el bus cuya salida estaba programada para las ocho y treinta, pero que debido a la lentitud en la demanda de pasajeros, llevaba ya media hora de retraso. Salvo un incidente menor con un señor que al subir encontré ocupando mi asiento, pues tenía un ticket con el mismo número que el mío y que la amable señorita, con una gran diligencia se encargó de solucionar, no hubieron mayores contratiempos y hasta podría decirse que fue un muy buen día. Le di las gracias por la ventana y me respondió agitando la mano, como si me conociera de años. Pusieron una película en los televisores y subieron el volumen, se apagaron las luces de la cabina. Se encendió el motor. El bus salió muy lentamente del carril diecisiete que ocupaba, dobló en U por la avenida Poeta Lugones. Un minuto después entraba raudo en el viaducto. Respiré aliviado.

Afuera soplaba un viento glacial que había obligado a los presentes a guarecerse bajo los anchos portales junto a la pista de abordaje. Era otoño pero el frío se había adelantado de estación y el fuerte temporal ya estaba causando serios estragos en el interior del país. Me acomodé lo mejor que pude en el angosto espacio entre mi vecino de viaje y la ventana. Coloqué sobre mis rodillas la gruesa manta que me regaló mi madre y que llevo siempre para luchar infructuosamente contra mi reumatismo prematuro, y puse en los audífonos música de Flema. Metí las manos dentro de la campera porque ya se me estaba congelando. Mis dedos se toparon con un trozo rectangular de papel doblado. Lo extraje al instante. Era un boleto de viaje a Salta, para mismo día, a la misma hora, pero de una empresa distinta. Entonces recordé todo, sin poder contener la risa:

Desde temprano había estado en el terminal de buses, buscando un boleto de autobús con destino a Salta para la noche, al alcance de mis exiguos recursos; había recorrido de lado a lado el amplio pasillo en donde personajes de todos colores y estilos, pregonaban a gritos las mejores ofertas en precio, comodidad y salidas puntuales que nunca son tales. Calculé mi presupuesto antes de decidirme por la oferta de la empresa Flecha Bus (aunque no había gran diferencia con las otras, la sonrisa de la bella vendedora ayudó con mucho en mi decisión), pero al momento de pagar me di cuenta que tenía mucho menos dinero del que creía. Deshaciéndome en disculpas me retiré unos pasos a la izquierda y en la última ventanilla, en el lado de las empresas menos confiables compré el pasaje en “Almirante Brown”, en cuyos armatostes sin calefacción, bebidas, ni asientos reclinables se puede viajar incómodo, en el doble de tiempo de lo usual, pero a mitad de precio.

III
La sala ubicada del lado izquierdo al final del corredor en el primer piso de la gendarmería se fue llenando de gente, como en las escenas de cruentos interrogatorios de las películas norteamericanas que tanto odiaba, pero veía siempre a causa la paupérrima programación de la televisión limeña. Por la ventana podía ver que la escena se repetía en dos pequeñas salas del otro lado. En la de la derecha interrogaban a un tipo que tenía las manos atadas con grilletes. Como era hora de almorzar, salieron todos dejando mi custodia un joven gendarme, que parado en la puerta no se animó a hablarme.

Volvieron a entrar media hora después. Traían un pequeño fajo de papeles, una máquina de escribir en una mesita rodante y tres sillas muy viejas. Uno a uno se fueron acomodando en el pequeño espacio, y el calor que a esa hora ya era intenso, se hizo insoportable por la aglomeración. Salieron y entraron varias veces, siempre conversando en voz baja. Alguien avisó que estaban por comenzar. Entonces llegó el comisario.

Echó una ojeada rápida al expediente de hojas ajadas y amarillentas por el paso del tiempo. Pareció encontrar algunos detalles que no terminaban de convencerlo y consultó con un hombre el porqué de aquellas contradicciones. Luego llamó a alguien por teléfono y le preguntó lo mismo. Ahora lucía más alterado y gritaba reclamando por el tiempo que le hacían perder. Abrió el expediente y lo examinó con minuciosidad, emitiendo extraños gruñidos al hacerlo. Entre el montón de papeles encontró uno que captó su atención, parecía ser la página colorida de una revista La alzó sobre sus ojos. La vista no me fallaba: era de “Cambios”.

- ¿Así que sos el peruano que escribe en esta revista?

Algo en mi interior me advirtió que estaba en problemas y que, por instinto, tenía optar por la mentira. Pero no se me cruzó por la mente en aquel momento negar que yo, desertor de oficio y aspirante a escritor, era autor de aquellos esperpentos que me habían generado pocas alegrías pero muchos dividendos, aunque de buena gana lo hubiera hecho. En este tipo de casos hay que andarse con cuidado, sobretodo si se tiene en cuenta que hasta ese momento no tenía la remota idea del caso por el cual me habrían de procesar, y mucho menos de la pena a la que estaba expuesto. Calculando el tono mis palabras y tratando de esquivar las miradas que me caían como rayos, imparables, respondí intentando ganarme la confianza del enemigo, con un humor que no venía al caso “El mismo que escribe esas pavadas”; pero ninguno de los presentes se rió y mas bien pude sentir en ellos un notorio fastidio porque acaso esperaban que tome las cosas con mayor seriedad.

- Las deudas a la larga se pagan. Si lo sabré yo…

Bajé la vista, resignado y la hundí firmemente en mis zapatos polvosos. Estaba derrotado y sin posibilidad de huir, pero todavía me quedaba la esperanza de encontrar un resquicio entre sus palabras, por donde colarme y escapar. Sonrió divertido, pero el resto de agentes lucían tensos, y ya aburridos por la situación. Se levantó, y avanzó lentamente hacia mí, rodeándome con pasos largos que resonaban al contacto de sus botas con el suelo, y se detuvo detrás mío. Podía sentir en la nuca su tenue respiración y el olor desagradable de su aliento amargo. Sacó la mano del bolsillo y la alzó sobre sus hombros. Sentí caer sobre mi espalda un contundente y demoledor garrotazo, pero en realidad fue solo una amistosa palmada.

- ¿Te acordás del teniente Santiago García?

Contuve la respiración, que desde que ingresé hacían ya cinco horas, la notaba sospechosamente entrecortada, y traté de dibujar en mi rostro una expresión de seguridad, aunque en el fondo tenía ganas de echarme a llorar y confesarlo todo. En un segundo logré controlarme nuevamente y adoptando un aire despectivo contra el joven agente que seguía muy atento mis movimientos desde la puerta, me moví lentamente, enderezándome en la silla, a pesar que el miedo empezaba a paralizarme, mientras enfrente mío un delgado oficial de bigotes ralos y que ahora se me hacía que conocía de algún lado, se sentaba frente a la máquina de escribir y colocaba en ella una hoja de papel vacío, y una gruesa señora de gesto amable y gruesos lentes de frágil montura, que entró apoyada en un bastón de madera, ocupaba la silla principal en aquel ridículo teatro judicial, en el extremo derecho de la sala.

- Eres el testigo principal contra García. Un día aprovechándose de su autoridad, te asaltó y te afanó• una guita ¡Ahora te regalamos la oportunidad de hundir bien a ese cabrón!


• Robó. (Lunfardo argentino)


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