sábado, 5 de enero de 2008

Catarsis

YO ESTUVE MUERTO


Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com



Las historias no son de quien las escribe, sino de quienes las viven y guardan celosamente en sus memorias para compartirlas espontáneamente, en forma de anécdotas. Dedico esta crónica a “Colilla”, el verdadero protagonista de esta crónica, y amigo personal, que hoy, alejado del “submundo”, se gana la vida como jardinero en la Ciudad Universitaria.



Tengo las siete vidas de un gato, aunque hasta ahora ya me van matando por lo menos una.

Salté cual vampiro al cuello de la dama dispuesto a todo. Ésta retrocedió entre asustada y sorprendida, y lanzó un grito ahogado que no me conmovió un ápice. Mirándola a la cara con un gesto de odio profundo, sujeté la vistosa alhaja que le caía en el pecho, con una mano, y tiré muy confiado de ella, pero ésta no cedió. Sobre la marcha caí en cuenta que se trataba de una de “achote”: oro grueso y macizo. Volví a tirar, esta vez con todas mis fuerzas. Por regla general sabía que si en esta ocasión volvía a fallar, me vería obligado a desistir de mi propósito. Aquellos segundos pudieron ser una eternidad. Sin embargo, milagrosamente, el grueso eslabón cedió, y ya con el camino de escape trazado en la mente desde antes del “golpe”, emprendí la fuga cruzando raudamente la avenida La Marina. O eso intenté. No pudo ser. Al tercer paso, un auto negro me embistió furiosamente, acaso pulverizándome los huesos.

La habíamos esperado desde que ingresó, sola e indefensa, escondidos en la esquina de la calle Insurgentes, como solíamos esperar a los clientes del “Bingos Perú” que iban por (y algunas veces salían con) lana, pero que nosotros nos encargábamos de trasquilar. Aquel viernes de inicios de Agosto, llovía muy fino y la noche asomaba triste como un extraño presagio, pero cuando estás en ésto, y “en estas”, no haces caso de esas pavadas. Apenas la vimos salir, decidimos que era una víctima perfecta para mi metro sesenta y cinco, y cincuenta y cinco kilos. Melo, mi compañero asignado aquel viernes, era grande y rudo; innecesario para la fragilidad de aquella delgada matrona. Miré de izquierda a derecha para comprobar que todo estuviera en orden: la pista asomaba iluminada y desierta, aunque debo reconocer que, sentado en la última fila del aula, nunca atendí lo suficiente las lecciones de ciencias físicas que las dictaban en el ya lejano cuarto de secundaria, como para tomar en cuenta que el tiempo transcurrido entre la planificación y ejecución de mi asalto en dos intentos, tenía una importancia decisiva. Lo comprendí recién el lunes a las siete de la noche, que desperté del coma.

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Busqué en mis recuerdos para entender lo que estaba ocurriendo, cuando me vi sujeto a dos gruesas agujas clavadas en cada uno de mis antebrazos, amén de la mascarilla plástica por donde me suministraban oxígeno… pero no encontré nada. Muchas veces creí que algún día terminaría alguna de mis largas noches de alcohol y drogas, tirado en una acequia, muerto, con un agujero de bala alojado en el cráneo; muchas otras estuve muy cerca de ello. Con la cara cubierta con las inmaculadas sábanas, lloré convencido que acababa de zafar de una situación extremadamente fea, y que no mereciendo vivir, una extraña decisión divina me daba una nueva oportunidad… una más. Pero no pensé en ello como una cuestión religiosa: comenzaba a imaginarme cómo iba a ser mi próxima noche de farra. La pletórica luz del reflector penetraba mis párpados sellados por casi ochenta horas, inundando de luminosidad mis pensamientos; fue como sorprenderme a mí mismo en mis fechorías de adolescente descarriado. Abrí los ojos, casi ahogado, y ahí estaba Melo sentado en una silla al rincón. No se había levantado de ella desde que me trajeron en la ambulancia sin esperanza alguna (presuntamente muerto) y por simple formalismo. Se incorporó de un salto, y con una sola pregunta, todas las imágenes de aquella fatídica noche me llegaron imparables…

- ¿Dónde quedó la cadena?

Si la vida es un gran film como todos dicen, podría describir cuadro por cuadro los instantes previos al trágico suceso. Puedo volver sobre mis pasos: ahí estaba el papel amarillo de chocolate XL que pisé antes de entrar en el seductor terreno de lo prohibido. Mis pies volaban casi involuntariamente (esto atribuyo a la costumbre)… y el Toyota Corolla negro a sólo centímetros de mí; y esa bestia negra pretendiendo ocupar el mismo lugar en el espacio que mi cuerpo, o acaso en un intento de fusión imposible. Y no miento si digo que el impacto no me privó, como todos deben creer. Me incorporé ágilmente en medio segundo, con ese instinto de supervivencia propia de nuestra especie, y mis dedos, sangrantes desde el forcejeo, se deslizaron muy lentamente hacia el bolsillo izquierdo del pantalón para depositar en su fondo la cadena de oro “achote” con un dije de la Virgen de las Mercedes, antes de volver a caer al frío pavimento, inconsciente.

Pero aquel momento no era un buen momento para la retrospectiva. En realidad nunca en mi vida hubo uno realmente adecuado. Empecé a dudar de que aquel perro fiel no estuviese únicamente tras mis despojos con la artera intención de llevarse el apreciado botín, por el que ahora era uno más de los que solíamos llamar “caídos en combate”. En mi situación tenía que dudar inclusive de mi memoria. Así que, con una tranquilidad inusitada, me limité a decirle muy “ofendido”:

- ¡Cómo mierda voy a saberlo!

Melo permaneció a mi lado el largo tiempo que duró mi lenta convalecencia. Por su intermedio me fui enterando los pormenores que empezaban a rodear mi caso. La víctima no había puesto denuncia alguna (tras percatarse del atropello, la habían visto abordar muy despreocupadamente un taxi, y desaparecer sin dejar rastro tras siguiente esquina), de modo que de momento podía estar tranquilo; sin embargo, la experiencia me indicaba que no debía confiarme y tener una coartada lista para cuando la necesitara. Transcurrieron dos semanas: la situación empezaba a calmarse.

A los quince días pasó a buscarme un policía acompañado de un fiscal. El doctor había entregado mis ropas a la dirección del nosocomio, con la finalidad de identificarme; al levantarse el acta de mis pertenencias, se halló una alhaja imposible de encontrarse ahí de manera legal. Es cuando se decidió dar aviso a las autoridades.

Se me acercó hasta casi pegarse a mi oído y con una voz de ultratumba me dijo, sosteniendo en la mano derecha, la prueba irrefutable de mi delito:

- ¿Esto es tuyo? Di la verdad, carajo... Porque tenemos una “agraviada".

Era la típica artimaña de la policía para sacar información. Un truco tan viejo como caduco, que en modo alguno podía intimidarme. El doctor advirtió que acababa de ser inyectado con Lorazepan, por lo que no era conveniente que en el momento me tome manifestación; sin embargo no quise esperar a que se agrande el problema, que de momento era sólo una sospecha, y decidí, con la cabeza girando a mil, zanjar de una vez el asunto:

- De la señora Lucy Borja. Me mandó llevarla a que la vea el joyero.

- ¿Y esa quién es?

- La directora de “Generación” – y caí sumergido en los profundos abismos de la nada…

Lucy Borja era directora de la casa hogar Generación, un albergue en el que me refugié intentado huir de mis excesos a los catorce, y el mismo del que largué dos años después, cuando me convencí que nada me iba a cambiar, aunque al igual que con otros desertores, manteníamos una relación cercana a ella, sin contar que no estando ya bajo su responsabilidad, siempre se las arregló para seguir solucionándonos la vida cada vez que nos metíamos en nuevos (y paulatinamente menos inocentes) líos. Al día siguiente fueron a verla; no les fue difícil ubicarla puesto que era muy conocida en el entorno de los centros de recuperación. Estaba atendiendo los asuntos diarios de la casa cuando le pidieron un tiempo para conversar con ella. No se sorprendió al conocer mi desgracia, pero hoy sospecho que le debió doler en el alma. Tanto que, compadecida y con el corazón hecho trizas, se limitó a cubrir mi versión tal cual. Vino a visitarme dos días después, y llorando me hizo prometerle que saliendo del hospital me iba a regenerar. No me quedó corazón para confesarle que me estaba pidiendo un imposible, que a mi edad y en mi condición, era imposible pensarlo siquiera; tan sólo me limité a complacer sus buenos deseos. Feliz con mi falsa promesa, al día siguiente me regaló una bicicleta, que meses antes hubiese sido mi delirio, pero en la condición en que me encontraba no me servía un carajo, así que mandé venderla a Melo para que me trajera cocaína. No regresó más.

Salí de alta el 31, viernes como el día del accidente. Llovía finamente igual que en la noche que morí para resucitar, como Cristo, al tercer día. En la esquina de la avenida Grau con Iquitos, una señora me cruzó intempestivamente, exhibiendo una gran cadena de brillante oro; mis dedos dentro de los bolsillos se movieron involuntariamente. Al cruzar la otra vía, un Corolla negro pasó a una velocidad desafiante. Todo (se me hacía) eran simples imaginaciones. Dispuesto a no dejarme atormentar más por los malos recuerdos, tomé un taxi hasta el Jirón Azángaro, a espaldas de Palacio, donde desde antes de robar la cadena ya tenía un compra fija, y la vendí por 110 dólares, que me los fumé completamente aquella noche para celebrar mi “segunda vida”.

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