martes, 22 de enero de 2008

Catarsis

MI PROBLEMA CON LOS POETAS




Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com



Llamo a Óscar el domingo por la noche, para saludarlo por el nuevo año. Me responde con la voz rebosante de seguridad que no tiene cuando conversas con él en persona. Nos agradecemos mutuamente la amistad, nos deseamos (quiera Dios esta vez sí) doce meses de éxitos, nos halagamos el uno al otro, me comprometo a ayudarlo a mi regreso en un proyecto literario que está por sacar a bailar; olvido que estoy usando de prestado el teléfono de Noelia que ya me mira un tanto ofuscada, aunque cuando se trata de un amigo como él uno no debe escatimar en tiempo ni dinero. Al final de nuestra conversación me invita a "Prima Fermata", un recital de poesía, para el viernes 30 en el café-bar D´GROT, donde recitará Vanessa, amiga de ambos. Trato de hacerle ver que tal vez es un grave error invitarme a dicha reunión, entre muchas otras razones porque ya estoy retirado del mundo de los versos (si algún día estuve dentro de él) y en las actuales circunstancias ni siquiera me provoca intentarlo. Me responde que de todas maneras espera que los acompañe esa noche “aunque ahora estés haciendo prosa”.

- Y bueno… si es que acaso lo mío puede calificar como prosa – respondo antes de colgar.
Dos días más tarde recibo la invitación formal de Vanessa. Estoy a la vez feliz y confundido, aunque considero que es una buena oportunidad para volver a verla; le prometo estar ahí el viernes 30, aunque aún no estoy muy seguro de que será así. Recuerdo que la conocí hace poco más de dos años en un grupo de investigación al que más tarde renuncié como a tantos lugares y personas en mi vida. Entonces no supe más de ella por muchísimo tiempo. Meses más tarde, que por casualidad coincidimos, le mostré los avances de un caótico proyecto poético al que le estaba dedicando ya casi un año de mi confusa vida. Pero entonces ella fue muy cruel conmigo:
- ¿A esto llamas poesía?
Es probable que aquella negra experiencia haya acelerado mi prematuro alejamiento de los versos; el tiempo me tiró por un camino distinto, aunque igual de noble. Pero nunca más (hasta el sol de hoy) le volví a mostrar alguno de mis escritos.
En otra ocasión que volvimos a coincidir, me contó que estaba trabajando en una investigación (olvidé mencionar que Vanessa es una aplicada estudiante de psicología) sobre ludopatía; con la herida aún abierta y sangrando profusamente como aquel lejano día, me dispuse delirarla impunemente:





- Yo quiero ser parte de tu muestra. Mira que soy un ludópata crónico.
- No.
- Es en serio; déjame ser tu objeto de investigación.
- No; tú eres distinto.
- ¡Soy un maldito adicto al play station!
La verdad es que no mentía, pero ella me quería bien y trató de dejarlo todo ahí, sin embargo me puse tan denso que se vio obligada a zanjar, de una vez por todas, el asunto: - ¡Para la mano con eso!- Y se fue enojada.
Últimamente me estuvo enviando algunos poemas de su prolífica producción para que le diera mi opinión al respecto. Empantanado en mi caótica existencia, ni siquiera me tomé la molestia de leerlos, limitándome a responder en un escueto e-mail lo que tal vez ella esperaba que yo dijera:
- Están realmente buenos.

A pesar de todo ello, somos amigos.
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La tarde del viernes transcurro envuelto entre los nubarrones del sueño, reponiéndome del agotador viaje la madrugada anterior. Despierto, promediando las seis de la tarde, sobresaltado por la sirena de la fábrica de enfrente, que anuncia el fin de la jornada laboral. Estoy con el tiempo en contra, pero tengo muchas ganas de ir al recital, así que tomo la línea 115 con dirección a la Plaza San Martín. Llego más temprano de lo que acostumbro cuando tengo comprometida mi presencia con alguien, es decir, con sólo media hora de retraso.



En una de las mesas del fondo está Vanessa, junto con Óscar y Omar; también su madre y hermana. Me alivia que estas dos últimas estén ahí. “Por lo menos ya somos tres que no sabemos un carajo de poesía”, pienso. El recital es tedioso y aburrido, Vanessa ya ha recitado y me reprocha la tardanza; no sabe lo bien que me siento por haberme perdido la tercera parte del recital: los poetas de mi generación me parecen todos iguales.



En la mesa el grupo lee y comenta poesía, ajeno a la participación del resto del cartel. Alguien desde la mesa contigua nos conmina a callarnos pero no hacemos caso. El turno en la mesa central es de Eduardo Reyme que recita:

“Tú no sabes perdonar, viejo Horacio,
porque eres el espejo que olvidaron los astros,
porque Dios coló lagrimas de nácar
justamente el día en el que parieron tu estrella muerta y
también —seguramente— porque en las grietas de tus uñas
yace el cansancio de los años, y
porque sabrás mucho de todo, Horacio,
pero casi nada de amor.”

Me aburre rotundamente Eduardo Reyme. El grupo bebe cerveza en jarra. No me gusta la cerveza… No hoy. Pido para mí una Coca-Cola con hielo, olvidando que hace justamente un año me encontraba en Caracas, participando de una campaña social contra dicha compañía. O quizá lo recuerdo muy bien pero me da igual, total el hombre es contradictorio; soy, además de ludópata, un adicto a los refrescos gasificados y no puedo evitarlo. No quiero evitarlo: a fin de cuentas, todas las empresas son la misma mierda.

La reunión continúa en nuestra mesa; se intercambian escritos y halagos. Reviso sin mayor interés los que me caen a la mano y otorgo halagos al por mayor, sin saber a quienes ni por qué. Vanessa revisa el viejo cuaderno donde he recopilado los artículos que publiqué por casi cuatro años en Buenos Aires, y que he titulado como siempre (porque desde entonces no se me ocurre un buen título para nada): “Nihilismo”. Ahora a Vanessa ya no le parecen tan malos aquellos escritos... “lo tuyo es bastante atractivo”-dice lisonjera. Pero no le creo un carajo. El recital termina; nuestra anfitriona nos despide con la promesa de volver a juntarnos pronto. Definitivamente no fue buena idea venir. Hoy siento un absoluto desprecio por la poesía. Necesito aire y un poco de realidad. De maldito realismo.

Cruzo la plaza San Martín y sigo solo por el Jirón Quilca. En la puerta del bar Queirolo me encuentro con David y Daniel, dos parias ex compañeros de clase, con los que comparto una experiencia común: los tres hemos desertado en algún momento de las aulas universitarias. Están sentados en la berma, viendo transcurrir el mundo. David me tiende una lata de Heineken que acepto. En el mundo de las cosas reales, la cerveza no sabe tan mal. Un anciano ebrio se acerca dando tumbos, canturreando feliz. Nos unimos a su indescifrable algarabía e improvisamos un cuarteto desafinado que entona "Río Verde" de Los Iracundos. Observo detenidamente a ese viejo genial, sin escuchar lo que ahora están diciendo mis amigos; definitivamente, si yo fuese un poeta, vería en él a Horacio, el viejo que es el espejo que olvidaron los astros porque Dios coló lágrimas de nácar justamente el día en el que parieron su estrella muerta…
"CRONICAS CRONICAS"-LIMA 2008






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