martes, 19 de febrero de 2008

Catarsis

LA REINA QUE NO FUE REINA







Por Abel Peralta Quiroz
Comentarios:
mr.ritchmond@hotmail.com











El estrambótico carro alegórico que la transportaba avanzó muy lento por la pista de desfile, en medio de una enfervorizada multitud que aplaudía a rabiar, y se detuvo un momento ante el palco oficial. Con el aire de inocencia propio de sus dieciséis años recién cumplidos, la agraciada adolescente que más tarde habría de ser desdeñada por el jurado a cargo de la elección de la soberana del carnaval, saludó risueña. La anunciaron como Judith Primera, representante del barrio Bella Unión y aspirante a reina de Matara, el pueblo natal de mi madre, al cual regresé tras casi una década, con el falso pretexto de reparar las desgastadas relaciones con los respetables miembros de mi familia y la real convicción de pasar un momento de distensión antes de volver a sumergirme en las profundidades de mi infierno en Lima.



A más de cinco metros de distancia, me abrí paso entre la muchedumbre que se agolpaba al paso de las comparsas y jugaba alegre a tirarse aguas de colores. Cuando por fin logré situarme en primera línea y creí estar lo suficientemente cerca de ella para que pudiera oírme, grité:



— Reina!

Judith volvió la cabeza entre confundida y asustada, y me encontró ahí, clavado firme al pie de su ridícula movilidad. Entonces pareció compadecerse de mi agotador esfuerzo: enfiló completamente hacia mí su delicado rostro y me regaló una sonrisa igual de tierna que impactante, y yo, típico resultadista, inmortalicé con una audaz fotografía que una vez extinguida la vorágine, he decidido llevar conmigo hasta el día que se me acabe la vida. “Un beso, reina” — le insistí, cuando estuve seguro de tener a mi merced su absoluta atención… y ella, sencilla y suave, me envió un delicioso beso que llegó a mi mejilla izquierda utilizando sus dedos de direccional y al viento de atajo.

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Hoy, de vuelta a la tranquilidad de mi sucia habitación y mientras redacto estas líneas para alguno de los tantos escritos que tengo atrasados, pienso que tal vez debería despojarme un momento de la subjetividad para intentar describirla fidedignamente a mis lectores. No es fácil, pero veamos: De baja estatura y con un notorio sobrepeso. Pero en el delicado rostro de naciente mujer, el semblante angelical y la mirada más encantadora del mundo, amén de una candorosa sonrisa que lo mismo pudiera ser de inocencia y provocación, y de cuyo influjo difícilmente podré reponerme. Si tuviera que definir el instante aquel en que nuestros opuestos mundos se juntaron, podría decir, con cargo a perder el aplomo: Fue una aparición.

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El resto de la tarde transcurrió por mi vida sin la mayor trascendencia: el tedioso paso del resto de aspirantes, todas ellas jóvenes bellas pero insípidas, fingidas; y la coronación de la elegida, cuando empezaban a caer las sombras. Anunciaron a las tres finalistas, luego a la ganadora del certamen, que para mi decepción no fue la primorosa chica de Bella Unión, y finalmente a la señorita simpatía, una suerte de premio consuelo. Fue en vano: Judith no ganó nada aquel día. Pero yo hubiese dado los cuarenta soles con treinta centavos que, tras una semana de farra eran lo único que me quedaba en los bolsillos, incluyendo en ellos los pasajes de regreso a Lima, para sobornar a los jueces y verla triunfar.

Como aún me quedaban dos días en el pueblo, decidí utilizarlos completamente buscando entre la población a Judith, o alguna señal que condujera hacia ella. La busqué esa noche, en la oscuridad la plaza, entre las bulliciosas comparsas que ahora se confundían con el pueblo, formando un solo manto bullicioso y desenfrenado, pero no la hallé. La busqué al día siguiente entre los despojos humanos que se apelotonaban en las calles y entre los grupos de muertos andantes que se resistían a caer, como si de ellos dependiera la vida de la fiesta. Nada. Encontré su rastro por la noche, cuando la algarabía se iba muriendo junto con los carnavales, y atacado por el hambre fui en búsqueda de los restos de comida que el voraz gentío hubiera dejado en la fonda, propiedad de mis tíos, de enfrente del municipio. Éstos se alegraron de volver a verme, pues desde que más de un lustro atrás renuncié a los estudios, persiguiendo una vida más noble y menos sosegada, y contrariando a la familia, ésta entera me tomó por muerto. En un irremediable instante nuestra amical charla se fue tendenciosamente por las ramas, hasta situarse en el día y hora más álgido del libertino jolgorio de verano, y yo, pecador convicto, confesé abiertamente mi humana debilidad por la belleza Judith, con su vestido rosa, angelical rostro y sonrisa primaveral, “Reina indiscutible, por donde se la viera”. María Fernanda, mi adolescente prima que hasta el momento había permanecido inerte en un rincón, intervino muerta de risa:



— ¿Judith, de Bella Unión? ¡Estás loco de remate!

— ¿La conoces? — Pregunté con el alma en un hilo.

— ¡Claro! Es mi compañera de clases…



Sin pérdida de tiempo decidí lanzarme a las abrasadoras arenas de un desierto del cual todavía hoy resulta incierto saber si algún día saldré vivo, y le escribí un sentido correo electrónico, evocándola en aquella calurosa tarde con su imponente presencia de diosa griega de inmaculado vestido rosa, delicado rostro y sonrisa exultante, absolutamente inalcanzable a nosotros, miserables mortales, que únicamente tendríamos que conformarnos con admirarla. En un momento de delirio extremo los recuerdos se confundieron con la ficción y la describí en el ocaso de aquel Sábado de Gloria, ungida como soberana indiscutible de los carnavales “y, con seguridad, de cuanto evento se realizara en el futuro”. Culminaba mi triste y confusa carta de amor con una remilgada adhesión, acaso extraída de alguna novela de caballeros andantes:



"A tus pies, preciosa”


No tuve que esperar mucho para recibir una respuesta. En una extensa misiva que me resultó muy grata, tanto por tratarse de mi bella musa como por su impecable manejo de la ortografía, se deshacía en agradecimientos por todos los calificativos, que consideraba la peculiar exageración de un sensible poeta al que esperaba conocer algún día, no obstante "creo que estás en un error porque yo no soy la reina".




Era la respuesta que esperaba. Atrapé la frase al vuelo para replicar, muerto de amor por ella, con una aseveración que me brotó de las entrañas como le nacen a las mujeres los hijos:

"Es verdad. Tú no eres la reina: Eres mi reina".


4 comentarios:

Anónimo dijo...

creo haberte dicho personalmente lo q opinaba de este relato.. mmm.. digamos q no me esperaba una historia como esta tan fresona.. te he leido mejores

Anónimo dijo...

Hay buena esencia, pero también demasiado adorno, lo cual quema bastante la identidad del momento dado que posteriormente lo deconstruiste para plasmarlo en letras. Vale

Anónimo dijo...

Um.. me parecio una vez màs,como todo lo q escribes muy bueno ,eres simplemente excelente redactando.

Anónimo dijo...

Um.. me parecio una vez màs,como todo lo q escribes muy bueno ,eres simplemente excelente redactando.