sábado, 27 de octubre de 2007

Catarsis

EL SUICIDA
(Primera parte)




Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com




A las cinco y cuarto de la tarde entré al café “La Troupe”, escapando del frío. Venía muy adelantado con el tiempo porque cuando salí de casa pensé hacer los dos kilómetros que lo separan de mi apartamento a pie, pero la lluvia me había obligado a tomar el colectivo a mitad del camino y refugiarme prematuramente en el apacible local de la Avenida Jorge Newbery, que de un tiempo a esta parte se había convertido en el salón de reuniones de mi caótica vida de escritor en Buenos Aires. Abril es el mes más frío en Argentina, y aunque lo sabía de sobra, la lluvia siempre me tomaba desprevenido.

Rodrigo trabajaba en la sala de grabación de su hermano de la calle Magariños Cervantes en el barrio de Floresta y Hernán como ayudante de mantenimiento en la cancha del Deportivo Laferrere. Los había conocido una noche de reviente en el conurbano, mas precisamente en una concierto de “Cadena Perpetua”, y teníamos en mente armar una banda punk… veníamos hablándolo desde hacía tanto tiempo que ya parecía un proyecto irrealizable, aunque seguíamos juntándonos para discutir los detalles de lo que según nosotros iba a ser la banda más explosiva de la escena subte. Pedí un café con leche y me dispuse a esperarlos. Aun quedaban cuarenta y cinco minutos para la hora pactada (lo cual me parecía una peligrosa casualidad, teniendo en cuenta que era yo el que siempre llegaba en el tiempo de tolerancia o aún después). Trajeron el café y hundí los ojos en “El Castillo” de Franz Kafka. Una voz muy cercana me quitó la viada cuando imparable recorría la línea diecisiete de la página noventa y cuatro. Alcé la cabeza y vi a un anciano alto y delgado, que aparentaba unos cincuenta años mal llevados. Estaba embutido en un abrigo bastante viejo y llevaba un sombrero ligeramente inclinado del lado izquierdo.

- ¿Se puede?

Miré maliciosamente a lo largo de la sala, como queriendo darle a entender que en aquel momento había varias mesas disponibles y bien podría ocupar otra, pero él se hizo el desentendido, de modo que no me quedó otra opción que resignarme a su compañía.

- Bueno.

Nunca antes lo había visto, a pesar que llevaba mucho tiempo de ir a aquel café y no eran pocas veces las que nuestras charlas terminaban abriéndose al público en general, lo cual me había hecho un tanto conocido por algunos de los clientes asiduos, con los que solía conversar cuando iba solo a tomar el café y descansar.

- El mundo es una mierda – empezó diciendo-. Debes saberlo.

Lo miré con desconfianza. No tenía ganas de filosofar sobre cuestiones de esa magnitud en aquel momento y menos con una persona de su edad; siempre he tenido un cierto prejuicio por las personas mayores por considerar que ellos, a su vez, están colmados de prejuicios hacia los jóvenes.

- No está usted descubriendo la pólvora; lo sé de sobra…

- El mundo es una mierda porque está infestado de fracasados…

Estuve tentado de decirle que precisamente estaba ante uno de ellos, pero el siguió de largo:

- ¿Ves a ese tipo? – señaló a un hombre que, sentado solo en la barra, bebía ginebra con hielo mirando la televisión, insensible a lo que pasaba a su alrededor.

Volteé hacia donde me indicaba, sin responderle, y asentí con la mirada.

- Hasta hace unos meses era el dueño del mundo; pero ¿sabes? En un abrir y cerrar de ojos se le acabó la maldita suerte… Tenía un lavadero de autos y explotaba peruanos y bolivianos. El negocio se le fue a pique en un par de días…

Por alguna inexplicable razón sentí una adhesión solidaria con el personaje en cuestión, aun a pesar de que en el pasado hubiera sido un ser despreciable; pero refutar a mi interlocutor en aquel momento hubiese conllevado a una larga explicación de razones y lo que deseaba en aquel momento era se fuera lo más pronto, por lo que decidí seguirle la corriente hasta donde me dieran las ínfulas y terminara echándolo de mi mesa (o yéndome yo).

- De lo que usted dice, se podría deducir que se lo tiene bien merecido… ¿no?

- Perdió su negocio, se tiró a la bebida… ahora no puede poner la cara en algún lugar, de la vergüenza, porque le debe a medio mundo

(Su expresión de sorna se me hacía propia de los “malos” de las películas norteamericanas)

- Je. Viene de palo y palo…

Seguí su juego, imitándolo... trataba por todos los medios gestuales posibles hacerle entender que no me importaba un ápice su historia y menos aún el tono con que lo refería. Pero él continuaba imparable:

- Su mujer lo abandonó con el hijo del tendero y ahora ni puede ver a sus hijos... Antes, el rey del mundo… ¡Hay que verlo ahora!- Repuso con una sonrisa burlona.

- ¡Qué bosta!... ¡un perdedor!... – Traté de dar por cerrada la conversación, dándole una rápida ojeada al texto de Kafka…Mis exclamaciones fingidas las podían notar un niño de siete años, pero él permanecía insensible a ellas.

- Sí… un perdedor. Pero no es todo.

- ¿Hay más?

- Sí. Lo acaban de desalojar y ahora no tiene ni siquiera dónde parar… duerme en el umbral de un edificio en Once.

- Ja… Pobre tipo. Debería pegarse un tiro – Terminé, con una expresión de aburrimiento

- Cierto. Eso es lo que debería…

Instantáneamente su actitud cambió. Lo vi levantarse y retirarse sin despedirse; me sentía liberado de su presencia, aunque lo maldije por hacer escarnio de la desgracia ajena y en el fondo deseé que la suerte de especulador burlón se le terminara pronto. Se fue a una de las mesas al fondo del ala derecha. Anotaba en un papel mientras tomaba el mate cocido; se me ocurrió que quizá sería un periodista. Pasaron diez minutos en los que, abstraído en “El Castillo”, dejé de fijarme en lo que pasaba alrededor, y cuando me volví para mirarlo ya no estaba, y su lugar lo ocupaba una pareja que conversaba animadamente. Me disponía a retomar por cuarta vez a Kafka, cuando de pronto se oyó un estruendo en el baño... Mariano, el viejo dueño del local corrió velozmente hacia el lugar de donde provino el estallido….

- ¡Pero qué loco de mierda…!

Estaba tirado en el suelo, en medio de un charco de sangre. Tenía un agujero de bala en la sien izquierda, por el cual escapaba un hilo de humo. Se había disparado a quemarropa utilizando un trozo de neumático a modo de silenciador, aunque éste de poco le había servido para su propósito pues el estruendo se pudo escuchar aun fuera del local y más allá. A sus pies se encontraba el papel en que minutos atrás lo había visto escribir. No tardó en llegar el intendente acompañado de su ayudante y un fiscal. Levantó la nota y la leyó a media voz, ante la impávida atención de la concurrencia:

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Señor Fiscal:

Que no se culpe (y menos se avise) a nadie. Me voy por propia voluntad de esta mierda de mundo…
Hasta hoy he vivido cegado, negándome a aceptar que mi vida se ha convertido en un infierno insufrible.
Hasta hoy he lanzado manotazos de ahogado creyendo que es posible volver a empezar.
Había que ser tonto para creerse todas las palabras de esperanza que te dicen todos.
Pero en el mundo aun existen quienes pueden ser cruelmente sinceros y te recomiendan una salida más digna. No hay más; he decidido tomarle la palabra a uno de éstos…

Hasta nunca.

Pum!

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- Ahora resulta que tenemos a un infeliz, incitando a medio mundo a que se destape la cabeza… ¡Habría que verlo! ¡Qué hijo de Puta!, debería pegarse un tiro él…

Recostado en la pared, detrás de la multitud, baje la mirada sonrojado. Román, el hombre de la barra, y ex empleado de Gustavo Grabia (que así se llamaba el suicida), me miraba complacido.

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