domingo, 11 de mayo de 2008

Catarsis

MAMÁ ESTÁ TRISTE











Por Abel Peralta Quiroz
Comentarios:
mr.ritchmond@hotmail.com






"Incondicional puede ser mi vieja. Los demás te ofrecen, pero también te demandan. En cambio la madre te da, te da y te da…"

Manuel Ricardo Espinosa











I

Tardé dos años en dar cara a mi familia para aceptar que había decidido rendirme sin haberlo intentado. Aunque lo venían sospechando, por mi silencio prolongado, por la ausencia de un reporte de notas al final del año académico. Por sus cartas sin respuesta. Por el teléfono que un día se malogró y no hubo técnico capaz de reparar. Por mi paradero incierto, cual prófugo de la justicia…

Dos años. Se lo confesé a mi hermana Eva una cálida noche de Enero, mientras cenábamos con carne y ensalada en lo de Maruja, aunque siempre pensé que no me alcanzaría el valor para admitirlo. Fueron dos años pero igual pudo ser una vida. No es que se me hubiera ido el tiempo pensando en una forma de decírselos sin causarles dolor. En realidad tardé ese tiempo porque inconscientemente asumí que no los tendría que volver a ver. Quizá finalmente había llegado el momento de dispersarnos por el mundo, seguir poblándolo para mantener la especie. Pero nada de volvernos a cruzar.

Aquella noche supe que algo se había roto para siempre en nuestras vidas. Lo supe por el silencio de mi hermana (a la que había dejado cuando aún era una niña), por su forma de mirarme. Por su tristeza al pensar en mi futuro. Lo supe por su enojo cuando le dije que no había marcha atrás. Pero sobretodo, por las noticias a las que por años había huido. Sobretodo por eso.

– Papá está enojado y dice que si no vuelves a la universidad, no te mandará más dinero.

Pero no era él quien me importaba, en todo caso siempre lo supo. El asunto era mamá. La pobre mamá que tantas ilusiones había fijado en mí. Se lo pregunté y ella dudó en responder, pero me dijo “Ella…”.

Cuando caí en cuenta que fue un error preguntarlo, intenté de cambiar el tema hablando de mis primeros escritos publicados en la revista Cambios, pero Eva culminó su respuesta (que para eso había venido desde Cajamarca) mientras se levantaba de la mesa, limpiándose los labios con una servilleta

- Ella está triste.


II

La mesa del fondo. Lo de Maruja.

No recuerdo exactamente cuándo empecé a frecuentar aquella pequeña fonda, a espaldas de la calle Santa Rosa, la calle donde viví con mi familia en la infancia (a la distancia recuerdo que al caer la noche íbamos en grupo a tomar las sobras de refresco que quedaba del almuerzo, que la señora Maruja nos regalaba con una gran sonrisa), pero tengo fresco en la memoria el día en que aquel pequeño rincón del mundo se convirtió para siempre en mi refugio favorito: Diciembre del 92. Aquel día le ganamos 1 a 0 al Alianza con gol de Roberto Martínez y clasificamos a la copa. En la mesa del fondo un grupo de muchachos eufóricos festejó hasta muy avanzada la madrugada. En medio de esa masa desenfrenada estaba yo… eran tiempos felices.

Luego vendría la adolescencia, el café de las tardes con algunos amigos que logré mantener a pesar (y por encima) de las distancias y, finalmente, la cena diaria, solo en la mesa del fondo, como aquel día de la consagración….

Por eso la mañana en que la casera me despertó con fuertes golpes en la puerta, avisándome que me venía a buscar Eva (que finalmente había dado con mi paradero desde que decidí pasar a la clandestinidad, ocultándome del escrutinio de mi familia) pensé en aquel lugar donde siempre fui feliz (el único sitio donde nada podía salir mal), para responder desde adentro, sin levantarme de la cama donde me reponía de una agitada noche en el Nuclear Bar del jirón Quilca:

– Dígale que estaré a las 7 en lo de Maruja


III

El invierno llegó con la misma rapidez con la que se había ido el año anterior, para dar paso al verano, que tanto disfrutaba no por la llegada del calor (que me sofocaba al extremo de odiarlo), sino porque todos se iban a la costa, dejándome el barrio entero a mi disposición. Entonces podía volver a salir a caminar tranquilamente hasta la plaza sin encontrarme en el camino mas que a unos cuantos perros callejeros (por los que siento una profunda admiración), escuchar mis discos de Almafuerte (hubiera sido preferible ir a verlos tocar, pero Almafuerte sin duda estaba también en la costa, donde estaban todos) sin atormentar a mis vecinos de piso, pasar largas horas leyendo a Cortázar en la azotea, sin la molestosa presencia de los niños, sus juegos y sus gritos, o simplemente entrar al minimarket en cualquier momento a comprar Coca Cola y alfajores sin soportar media hora de insufrible cola. Todo era perfecto.

Pero ahora era invierno, y en invierno todos están haciendo rutina. Todos están en la ciudad. Todos en el edificio, en el piso cuya habitación al fondo del pasillo ocupo (oiga, baje el volume que el nene está haciendo las tareas), todos colmando las calles, los parques y el boulevard. Todos felices tropezando entre sí sin darse cuenta (o sin querer hacerlo). Todos apelotonados en el minimarket a mediodía y por las tardes y por las noches también. Todos también en el Melonio, a donde solíamos ir siempre a las seis de la tarde, para tomar café mientras comentábamos la situación política y otras cosas igual de intrascendentes…

Era invierno y esa era una razón para escapar de Buenos Aires y estar nuevamente en Lima, mirando el mundo desde la ventana de mi habitación en Santa Anita, escuchando a Almafuerte a volúmenes extremos (vivo solo en la segunda planta de un viejo chalet que me alquilaron por doscientos soles mensuales porque nadie antes lo quiso tomar), y asistiendo a la facultad únicamente para no sentirme un fracasado. Y siempre cenando solo en la mesa del fondo de lo de Maruja (pues los amigos han crecido y se han ido a distritos céntricos, para vivir tropezando entre sí), y ahora soy un extraño en mi propio barrio.


Regresaba a casa cierta noche y hallé en la contestadora del teléfono un mensaje (hace tiempo que no me dejan mensajes, el último fue el de Ricky Espinosa hacía ya más de tres años), uno que había temido por años desde que decidí doblar abiertamente la voluntad de mi familia de hacerme un futuro decente: “Mamá quiere verte”. Era la voz inconfundible de Eva, y aunque al principio el corazón casi se me sale por la boca, logré reponerme a los días, y seguí en lo de siempre, viviendo a salto de mata pero feliz, con los pocos soles que me pagaban por colaborar con algunas revistas de poca monta, y esperando el momento oportuno para regresar a mi exilio dorado en el barrio de Flores. La tranquilidad volvió a romperse el sábado siguiente. Otra vez la misma vía, la misma voz y la misma hora (me pareció que Eva escogía las noches porque conoce de mi contundente miedo a la oscuridad). Un nuevo mensaje en la contestadora el martes 17. Entonces todo ya era inevitable.

“Mamá va a ir a buscarte”


IV

Volvía a verla casi cuatro años después, cuando ya mi situación no era más una deserción temporal producto de una rebeldía de adolescente confundido, sino un abandono definitivo (¡y en el primer asalto!) producto de una desidia, más que por los estudios por las leyes. Entonces ella ya estaba divorciada de papá (nunca supe las razones reales pero todo apunta a una infidelidad de éste), pero seguía desviviéndose por su antigua familia (o lo que queda de ella), estaba (y debo suponer que aún lo está) comprometida con un digno señor de negocios que a la fecha no tengo el gusto ni la intención de conocer, y a sus cuarenta y dos años esperaba su último hijo (según me aseguró) de una larga cadena reproductiva que ya sumaba cinco. En mi infancia no habría soportado ver a mis padres separados y hubiera odiado a mi madre, su digno señor de negocios y a su maldito hijo en camino. Pero ahora todo es distinto y veo las cosas sin mayor tolerancia que mi intolerancia de antaño, pero con una indiferencia absoluta (que me hace inerme al dolor). Sobretodo porque me es complicado juzgar al resto con argumentos morales. Sobretodo eso.

Nunca me sentí más lejos de ella. Ni siquiera en los peores momentos de nuestra azarosa vida en familia. Pero el tiempo había curado los rencores (por lo menos de mí hacia ella) y ahora sentía un amor profundo por ella, un amor que acaso era lástima por su hijo descarriado que se negaba a regenerarse (no debe ser nada fácil para una mujer tener un hijo como yo, pensé), por sus sueños rotos, y hubiera dado todo para ahorrarle el dolor de ver a su hijo entrar en la segunda mitad de su vida, sin más futuro que su presente incierto, con los pantalones igual de rotos que sucios, el cabello por los hombros y unos modales en la mesa que avergonzarían a cualquiera, menos a él mismo, que vivía indiferente de su decadencia

La miré. Miré su rostro. Sus manos laboriosas que siempre admiré por encima de nuestras diferencias y su prominente abdomen de siete meses, que resaltaba su exótica belleza. “Va a ser varón” se adelantó, tratando de adivinarme el pensamiento. Pero no era eso lo que yo pensaba en ese momento. En realidad no pensaba nada. Las cosas no fueron como hubiera querido de niño pero yo no tenía nada que reprocharle. La miraba, y era como verme a mí mismo a un paso de llegar al mundo, cuando aún todo era felicidad y se empezaban a hacer planes para el niño (porque sí, iba a ser varón) que venía.

– Será un gran abogado – dije ensayando una sonrisa, tratando de quitarme la presión que aun sentía sobre mis espaldas a mis 23 años, dos deserciones, y una carrera poco prometedora tanto por su escasa importancia social como porque no había cuando la termine de una maldita vez.

Pero ella sólo me miró con tristeza, quizá porque seguramente ya le venían diciendo tres veces lo mismo con cada varón que le nacía, y me respondió acariciando suavemente el bendito fruto que le abultaba en el vientre:

– No sé, ya no quiero hacerme ilusiones…




Santa Anita 10 de Mayo del 2008









1 comentario:

Anónimo dijo...

...no fuiste abogado; yo no fui abogada, tampoco.