martes, 27 de mayo de 2008

Catarsis

PÁGINAS EN BLANCO











Por Abel Peralta Quiroz
Comentarios:
mr.ritchmond@hotmail.com








I
Hoy la inspiración no vino por casa. En realidad no ha vuelto desde que se fue a dormir al departamento de a lado, hace más de dos semanas. Todo ha comenzado con el inesperado regreso de Giuliana a vivir en el barrio, en la cuadra. No esperaba verla tan pronto, desde que hace un año se mudó con sus abuelos a un lujoso edificio de Barranco.

Para ser más exacto, no esperaba verla nunca más. Ha vuelto y es como si el tiempo hubiera vuelto con ella. Está encantada de verme. Debe ser porque los amigos no ya están más.

Todos se han ido. Soy el único que aún le encuentra sentido vivir en este extraño lugar, a un extremo de la metrópoli. Hemos congeniado muy rápidamente, distribuyendo nuestro tiempo entre salas de cine, cafés, algunos recitales (de los pocos rescatables que se dan en Lima=, los juegos de video y, por encima de todo, escuchar música en mi habitación. A Giuliana le gusta la música que escucho. Sobretodo Flema; le causa mucha risa.


Estudiamos en la misma escuela el tercero y cuarto de primaria. Tenía nueve años pero su cuerpo alargado le hacía aparentar muchos más y por eso le decíamos “la jirafa”. Ella no lo sabía y se ha reído mucho cuando hoy se lo he contado. No tengo muchos recuerdos de aquellos días, sólo que me gustaba mucho su largo cabello castaño. Al año siguiente mis padres decidieron enviarme a otra escuela por mis problemas de conducta, pero seguimos viéndonos todos los días, y los sábados iba con mis hermanas a vernos jugar béisbol con los amigos, a un parque a espaldas de mi casa.


A Giuliana le fascinan las pavadas que escribo. Debo suponer que es porque aún no la he mencionado en ellos, aunque cuando se lo he comentado me ha respondido que le encantaría ser uno de mis personajes, así sea que la convierta en villana. Está maravillada con el último cuento que he publicado en la revista. Trata sobre mi madre. Le ha parecido una historia muy triste pero la encuentra muy buena. Le he hablado de mi estilo engañoso, que es tan simple que cualquiera podría hacerlo mejor.


Confieso que no estoy acostumbrado a recibir elogios por mis escritos. Por ahí algún comentario piadoso de mi hermana, o correos electrónicos alentadores que muy rara vez recibo de los lectores de la revista. Pero son raras excepciones. Lo común es que aquellos que un día fueron mis amigos me escriban indignados para reclamarme a insultos por verse descubiertos con pelos y señales en los escuálidos escritos que publico para la revista “Cerdos y Peces”, a cambio de 70 pesos por columna (en algunos casos he ido más allá de los límites permitidos por los códigos, y los he mencionado con nombres y apellidos). O llamarme por teléfono para decirme lo mismo que Andrea, cuando se enteró por uno de mis cuentos publicados, que aunque la llenaba de elogios, nunca leía los poemas que me enviaba buscando una apreciación de mi parte:


- Eres un cínico.




II
Estoy solo en mi habitación. La situación ha ido empeorando. Antes me bastaba recorrer con la mirada mi habitación llena de trastos sin valor, para encontrar un argumento imposible sobre el cual escribir. En las últimas semanas me ha sido imposible siquiera sentarme frente a la computadora.


He puesto de cabeza mi habitación buscando entre los objetos que guardo y conservo con cariño: discos y entradas a recitales de bandas inverosímiles (que mi madre juzga injustamente por sus extravagantes apariencias), el pedal de una guitarra eléctrica que me llevé del escenario en alguno de esos desaforados recitales, muchas camisetas de fútbol firmadas por jugadores que hoy ya no están en actividad (en los últimos años no he comprado ninguna porque el dinero me es esquivo), panfletos comunistas, revistas prohibidas que compraba con harto esfuerzo en la infancia, sellos postales de los muchos países por los que he viajado, unos cuantos ceramios excavados ilegalmente hace unos años en un accidentado viaje a Arequipa, y una hermosa pieza lítica del imperio incaico que cierto día, y sólo para probar mis agallas, robé de un museo en las narices de los vigilantes. Un metro de pesada cadena de la puerta principal del Congreso de la República que arrancamos hace unos años durante una protesta estudiantil. Cada uno de ellos podría contar por sí solo una hazaña. Pero ninguno me dice nada ahora. Sería mejor dejar de ver a Giuliana.



A mediodía he recibido la llamada de Mariano, director de la revista, preocupado por el retraso en el envío de mi columna. Creo que exagera porque siempre esperan el último momento para recibirlas. Le he mentido que “ya está casi lista” y que lo tendré terminado para la noche. Me ha creído. Pero estoy absolutamente convencido de que no la tendré para la noche. Ni siquiera en mis momentos más lúcidos he conseguido escribir más de media página en las cinco horas que me quedan. Tengo todavía el tiempo de gracia…



Sólo falta un día para vencer el plazo de entrega y mi hoja permanece en blanco en la pantalla de mi destartalada máquina que ya no anda al ritmo de antes. No recuerdo una situación similar en los últimos tres años. Aquella fue una larga temporada de meses, a la que sobreviví con los escritos que tenía acumulados y algunos poemas bobos. He recordado las sabias palabras de Oscar, a quien recurrí en aquel entonces, para que me ayude a salir del pantano.

Me dijo:
- Si no encuentras las palabras en la inspiración, debes buscarlas en la “no inspiración”.



La no inspiración pueden ser los malos recuerdos. Trataré de hacerle caso.


III
Ocurrió hace más de dos años. Tal vez tres.
Sábado por la noche. Digamos primeras horas de un domingo de invierno. Salíamos con Jorge y Yuri de una noche de farra en el Nuclear bar, donde festejamos hasta muy entrada la madrugada una nueva semana de fracasos previsibles. Estábamos ebrios. Excesivamente (no acostumbro a tomar hasta perder los estribos); caminábamos tambaleándonos y hablando incoherencias. No nos había bastado con pasar bebiendo ocho largas horas desde las cuatro de la tarde en que coincidimos por casualidad en el Queirolo. Ahora nos dirigíamos por la tercera cuadra de Colmena, con todas las intenciones de continuar el jolgorio.



Al entrar en el jirón Quilca, una negra silueta un tanto indefinida salió de entre las sombras que hacían en la noche unos grandes recolectores de basura colocados a un lado de un sucio edificio. Yo iba adelante, mis compañeros iban un poco retrasados tratando de llenar con licor una botella mientras caminaban. Retrocedí ágilmente dos pasos. Podría estar alucinando de lo ebrio que estaba. Pero no: era una vampiresa. Llevaba una campera, pantalones y zapatos negros. La cara morada como los muertos reales, colmillos afilados de los felinos africanos, y una larga capa negra que arrastraba al caminar, y le daba un aspecto de insecto mojado.


Se plantó enfrente de mí, extendió su capa (como lo hacen las damas de afilados colmillos en las películas norteamericanas) para cortarme la huida, y con su voz cavernosa y un aliento repugnante, me dijo:

- Quiero tu sangre…


Creo que me asusté (aunque no he querido reconocerlo en las charlas posteriores con mis viejos camaradas, que suelen recordar el episodio muy a menudo en nuestras reuniones). A falta de una sólida reacción racional, el mecanismo de defensa automático (típico en estos casos) se activó instantáneamente. Entonces mi brazo izquierdo se extendió violentamente, con el puño cerrado en el extremo, y le dio directamente en medio de los ojos, haciéndola trastabillar y caer al suelo con un chillido lúgubre de conejo herido.

Todo se detuvo en un instante. La vi caer despacio (como desplomándose en cámara lenta), y cuando sus rodillas rozaban el piso le di un puntapié en el plexo, al tiempo que le lanzaba irreproducibles improperios. Un vampiro muy grande y horrendo saltó ágilmente (aunque yo lo vi llegar volando) de la oscuridad, en su auxilio. De un brutal puntapié me lanzó por entre los sucios recolectores. De un salto me incorporé y aunque sabía que no lo iba a vencer, me lancé contra él. Un golpe a la altura de los riñones me detuvo en seco. Era otro de ellos que había aparecido en escena. Surgió otro más, y luego otro.

Noche de terror en pleno centro de Lima. Jorge y Yuri se batieron estoicamente en medio de las brumas de la embriaguez para defenderme. Todo terminó muy confuso y doloroso. Me llevaron a rastras con la cara bañada en sangre y los riñones destrozados.


La última visión de aquella madrugada de alcohol y desorden la obtuve al volver la cabeza, mientras doblábamos al final de la estrecha calle hacia la Plaza San Martín: la chica seguía tendida en el piso llorando desconsoladamente, mientras sus cuatro guardianes del infierno intentaban consolarla, jurando a gritos que me matarían y juntos se beberían mi sangre en algún diabólico ritual del inframundo…


Durante dos días he intentado utilizar los recuerdos de aquella magra experiencia y escribir un relato corto para la revista, reconstruyendo pacientemente los pequeños trozos que la memoria ha sido generosa en revelarme muy de a pocos. Tengo un argumento. La idea parece prometedora. He escrito un primer borrador de un solo tirón, al que he titulado “La Noche del Murciélago” (como aquel libro de pésimos cuentos que considero el peor en su género y a su autor el peor escritor en su estilo). Hoy he continuado trabajando en él durante toda la mañana y tarde, ignorando al estómago (que no ha dejado de molestar pidiendo alimento), y a Giuliana (que se ha cansado de tocar la puerta sin resultados). La tarde se ha ido desvaneciendo hacia la noche y he salido a caminar un poco para despejarme. Al volver he continuado en lo que resta del viernes. Hacia la medianoche mi relato se ha ido estancando peligrosamente y hasta detenermo en un enorme desierto de incertidumbre. De golpe he detenido mi trabajo, desalentado.


Entonces he tirado los borradores al tacho. No he podido encontrarle un final decente (o uno indecente, que son los que más se acomodan a mis relatos). Y si no tiene final no sirve.
La suerte está echada.




IV


Han pasado exactamente quince días (los quince días que tengo para tratar de cazar una idea, desollarla y cocinarla) desde que Giuliana ha vuelto al barrio dispuesta a ocupar el lugar que antes llenaban mi solitaria inspiración de escritor frustrado y mi vieja Pentium I. Por la mañana he buscado entre los escritos que descarté de Nihilismo, algún relato inédito que me permita salir del paso y enviar algo, mientras espero tiempos mejores. De todos modos siempre publican mis cuentos (y siempre también envían el dinero), más por el aprecio que me tienen los editores que por la calidad de los mismos. No he encontrado nada que pudiera servirme. El cuaderno con los textos seleccionados lo dejé olvidado hace unos meses en un bus.


Por la noche, al volver de cenar con Giuliana (y ya con el plazo adicional que el editor suele darnos para casos extremos a punto de vencer), me senté frente a la vieja computadora para zanjar el asunto: La llamada de Mariano no ha interrumpido nada, pues mi hoja permanece en blanco en el decimoquinto día de carencia. “Estamos a punto de cerrar la edición”. “Ya va en dos horas” le he dicho para zafar. Pero ni siquiera tengo una idea sólida sobre la cual apoyarme para empezar a escribir.


Un segundo fugaz de lucidez. No estaría mal contar estos quince días en que la inspiración me ha abandonado y amenaza con no volver. Ocho y treinta de la noche. Giuliana está sentada en el suelo, mirando la televisión y acariciando al gato del vecino que se ha metido por la ventana buscando el cálido refugio de mi estufa, cuando empiezo a redactar mi triste testimonio:
Hoy la inspiración no vino por casa. En realidad no ha vuelto desde que se fue a dormir...





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es obvia para mi la historia a donde se enfoca; queriendo contar lo que no tiene, ya nos esta contando lo que tiene ....esta buenisima ....elMORO

Anónimo dijo...

Agradable...

¿Por qué no escribes acerca de alguien llamada "Adriana"?

Me interesaria saber qué piensas aún de ella...

Th. (...prefiero anónimo,que conocido)