domingo, 13 de julio de 2008

HISTORIA DE DOS QUE JUGABAN






Por Abel Peralta Quiroz
Comentarios:
mr.ritchmond@hotmail.com



Doy unas vueltas en mi carro
mirando con mucha atención sus piernas
agradado que nunca seré
parte de su cielo o de
su infierno

Charles Bukowski





I
Estaba sentado de medio lado con las piernas cruzadas, los brazos caídos sobre el regazo, y la sien apoyada en uno de sus hombros, en uno de los extremos de aquella solitaria banca de piedra ubicada bajo la sombra de un viejo roble, junto al museo de las Artes, en la entrada de parque Rivadavia, cuando atiné a pasar por allí (acaso) por pura casualidad, saliendo de la biblioteca municipal y llevando bajo el brazo un grueso volumen con la recopilación de los cuentos de Cortázar para terminar de leerlos en casa. Venía con el tiempo un poco adelantado, cosa ya de por sí muy rara para un tipo como yo, acostumbrado a llegar tarde siempre a todos lados. Tenía extendido a lo largo del pesado bloque de granito, un tablero de ajedrez con las fichas perfectamente talladas en madera, muy bien ordenadas, esperando el paso de un contrincante, como un joven de culebrón mexicano (que sin saberse desamado) espera vestido en el altar a una novia incierta. Volteé la mirada para no toparme con la suya, vidriosa de seguro por una o varias noches de alcohol y algo más, pero antes de que pudiera de encontrar en el horizonte un punto donde fijarla, alzó el brazo, y mostrándome el huesudo índice me índicó el espacio que estaba inevitablemente reservado para mí, invitándome a enfrentarlo, con su voz hueca:


-Jugás?



Era un viejo escuálido, con unos cuantos mechones plateados que le brillaban al sol y el duro pellejo curtido pegado a los huesos de la cara, que le daban un lúgubre aspecto de muerto vivo. Llevaba puestos además de una camisa ensuciada con las salsas de algún almuerzo lejano, pantalones de vestir remendados con telas de colores similares pero ninguno de su tono, y unas pesadas botas negras de militar de los tiempos de la dictadura. Todo en él era tan sucio y viejo que daba pena mirarlo, aunque valgan verdades, en vurtud de mi triste situación económica, no estaba en condiciones de compadecerme de nadie.


Me senté frente a él sin decir nada, junto a las fichas blancas y tras calcular el tiempo que tenía por delante, tiré el tercer peón de la derecha al casillero 3c. Me miró muy fijamente, un tanto confundido, y corrigió mi jugada moviendo mi peón un casillero más adelante (no es necesario explicar que se debe salir con uno de los peones dos casillas adelante en el primer movimiento). Hasta entonces nunca había jugado una partida completa y sólo tenía una muy ligera noción del movimiento de sus piezas por un amigo de la secundaria que era campeón interescolar y que un día ya lejano, buscando un sparring permanente, intentó enseñarme sin éxito los misterios de aquel deporte inmemorial. Movió casi instintivamente uno de sus peones dos pasos adelante, como debía hacerse, y yo tardé más de cinco minutos antes de decidirme lanzar al ataque (a locas) uno de los caballos en un movimiento tan arriesgado como ilógico. La partida terminó de sólo diez minutos más tarde, de modo que no tuve inconvenientes para seguir mi camino sin prisa hasta la fonda de Rodolfo, donde había quedado de encontrarme con mi madre, a quien no veía desde hacían seis años, pues se rehusó a visitar en la cárcel a aquel hijo (para mala fortuna)suyo que le había salido torcido a pesar sus denodados esfuerzos por hacerlo un hombre de bien, que incluyó enviarlo toda la secundaria a un colegio internado, buscando protegerlo de las malas juntas, pero que a fuerza de encierros, lo que consiguió fue curarlo para siempre de la claustrofobia de su primera infancia.



II
No sé en qué momento empezamos a tener un selecto trío de espectadores alrededor nuestro, mientras jugábamos sin prestar atención a nuestro entorno. Caí en cuenta de ello cuando sus rostros tan disímiles entre sí se me hicieron harto conocidos a fuerza de verlos vernos jugar durante meses (aunque hoy que escribo esto, no logro encontrarlos entre los recuerdos de los primeros meses que empezamos a jugar). Ahora era otoño y aunque sus vestimentas habían cambiado con la estación, eran los mismos tres de siempre: El primero, un moreno fornido con cara y cuerpo entrenado para las artes de la lucha, de mirada altiva y rasgos pétreos. El segundo era mas bien bajito y barrigón, con una nariz peligrosamente afilada, y la expresión de niño bueno que le hacía simular una permanente sonrisa en los labios. El último, un joven apuesto y elegante como pocos, llevaba siempre el cabello perfectamente peinado hacia atrás con gomina y un impecable traje azul de funcionario importante. Algunas veces pude reconocer otros espectadores esporádicos, que se detenían un momento a observarnos o darnos algunos consejos a uno y otro en voz muy baja, pero lo suficiente alto para ser oídos, antes de continuar con su rumbo a la nada, perdiéndose para siempre (felizmente para siempre) en la metrópoli bonaerense. Pero aunque fueron numerosos, sólo tres resistieron al paso de los meses, llegando siempre por separado, deteniéndose impávidos bajo la sombra del viejo roble, que ahora lucía desnudo de hojas, para presenciar nuestra única partida, que eran siempre derrotas mías, pues a pesar de los esfuerzos, siempre jugaba sin estrategia, probando movimientos imposibles y desoyendo los consejos de los tres de siempre, a los que estábamos prohibido de mirar de frente y no sólo por estar concentrado en el juego.



III
Tenía tan solo nueve años cuando sufrimos la dolorosa pérdida de nuestro padre, que postrado en una cama se fue extinguiendo a plazos, víctima de una penosa enfermedad que nunca tuvo un diagnóstico certero. Entonces nos vimos obligados a abandonar nuestra feliz convivencia familiar con los abuelos en su casa de Formosa, y buscar refugio en un estrecho cuartucho de una vieja quinta en el barrio de Flores muy cerca del restaurante donde mamá trabajaba lavando platos y fregando pisos. Ahí nos hicimos hombres en medio de una pobreza desesperante, a pesar de los esfuerzos de nuestra progenitora que no se daba abasto para mantener a su prole y a la vez cuidar de ella...


Fue ahí también que un día del invierno de mis diesiséis, tras el desalojo inevitable al que estábamos condenados por los seis meses de renta impaga, la vida nos agarró por el cuello y nos lanzó sin misericordia al mundo, a buscar nuestras oportunidades fuera de la cálida protección de nuestra bondadosa madre. Una década más tarde, y encerrado en mi mugros habitación, seguía esperando pacientemente la mía, alternando largas horas de ocio absoluto (y no por decisión propia), con otras tantas de lectura de algunos escritores a los que había conocido por una fugaz novia culta que tardó más en cruzarse en mi camino que en desaparecer para siempre (felizmente para siempre… y las partidas de ajedrez de los sábados con Enrique, el viejo escuálido al que, a pesar de nuestra convivencia sabatina de dos horas, no le había dirigido una sola palabra desde la tarde en que, camino a la fonda de Rodolfo para reencontrarme mi madre, nos sentamos por primera vez para jugar a inicios del verano.


IV
Aquel sábado de fines de otoño supe que había llegado el momento de arriesgar un poco más e intentar ganar por primera vez una partida. Había progresado notablemente en el juego, tal vez lo suficiente como para intentar sorprenderlo. Al mediodía almorcé de pie en el comedor de la pensión para pobres, ubicado a dos cuadras del edificio ruinoso de la calle Libertador, cuya última habitación al lado derecho del angosto corredor del séptimo piso, que alquilaba por la irrisoria suma de treinta pesos semanales que, por mi ya crítica situación económica, pagaba con las escasas monedas que por caridad familiar me enviaba mi hermana con regularidad. Después subí a descansar unos minutos, y me tendí en la cama para repasar algunas estrategias predeterminadas que había visto explicadas al detalle con dibujos y flechas en un libro descosido e incompleto que compré (regateando) por veinte pesos, que me robé a mí mismo del dinero de mi alimentación, en la feria de Mataderos, y que en las últimas semanas estuve ensayando en partidas solitarias en la tenue oscuridad de mi triste habitación; me bañé por primera vez en quince días, y erguido frente al espejo me vestí con lo mejor que encontré en el cajón de la ropa: un pantalón de pana color gris, y una camisa blanca, casi nueva, con ridículos pliegues verticales sobre el pecho, que había pertenecido antes a mi hermano menor, y que en mi última visita a la vieja casa familiar donde quizá por última vez en lo que me queda de vida, me reuní con mi madre y mis hermanos para pasar las fiestas de fin de año, rescaté de las garras del fuego al que inexorablemente estaba condenado no tanto por su estado como por la tradición absurda de incinerar la ropa del pasado con la ilusión de que la ventura del nuevo año te traiga nueva y de mejor calidad. El afilado viento de agosto me azotó la cara cuando, con quince minutos de retraso por una inesperada urgencia del estómago, salí al encuentro de mi destino…



Doblé en la calle Talcahuano y seguí por Corrientes tres cuadras. Crucé la pista de dos vías con dirección al parque Rivadavia, seguramente muy concurrido a esas horas; seguí hasta la esquina del museo de las Artes. Sentado con las piernas cruzadas, los brazos caídos sobre el regazo y la sien apoyada en el respaldar, estaba mi rival, con su aspecto de muerto vivo, esperándome con una sonrisa cómplice que rápidamente cambió por su habitual mirada fría y distante. Media hora después se completó el espectáculo sabatino con la presencia de los espectadores. Llegaron como siempre, separados y con quince minutos de diferencia entre uno y otro; siguieron la partida muy atentos, sin hablar entre ellos pero emitiendo susurros a cada movimiento nuestro. En un momento, agobiado por la presión de la inminente victoria, pensé en desistir del ataque que estaba intentando, y tirarme para atrás, lo que mi contrincante aprovechó para llevarse uno de mis alfiles y el último de mis caballos, en dos sucesivas movidas magistrales, y parecía mi oportunidad tenía que esperar una semana más. Sin embargo logré reponerme, amparado en una jugada sospechosa que pareció una omisión piadosa (pero que en las charlas posteriores en nuestro seguro escondite en Chubut se negó a reconocer como una ventaja en mi favor). Quince minutos después coloqué la reina en el casillero 6g, alineado en diagonal con uno de los alfiles, intentando el ataque por los flancos; pero no se dio por vencido y buscó el escape detrás de la reina con un enroque largo. Lancé la torre desde mi línea defensiva a posición de ataque horizontal. Fue el tiro de gracia…


Era la señal que había estado esperando por largos nueve meses, desde el día aquel que, tras abandonar la fría celda 45 del pabellón C de la Cárcel de Magdalena, donde pagamos con seis largos años de condena la osadía de intentarnos llevar quinientos mil pesos del Banco Nación, alguien hizo llegar a la casa de mi madre aquel trozo de papel con una nota cifrada como las que sólo sabía hacer él con su enorme talento para el mal, dándome las instrucciones de aquel juego necesariamente largo, lo suficiente para despistar a la policía que seguramente vigilaba nuestras casas, así como los bares y fondas que frecuentábamos, sortear sin problemas la estricta prohibición de no mantener contacto entre ex reclusos, reagruparnos nuevamente y volver a nuestras andanzas. Alcé la mirada por encima de sus hombros, y miré hacia el frondoso verde artificial, por cuyo extremo opuesto ingresaba un nutrido grupo de manifestantes, que salían a protestar contra el gobierno, que entonces se estaba cayendo a pedazos, con con un mandatario que en esos momentos estaba negociando su salida a cambio de un exilio seguro en Europa.



–Bien.– Dijo adelantándose al paso de la multitud, que ahora llegaban al centro del parque, gritando arengas contra el presidente. –El golpe será dentro de tres días. El punto es el Banco Francés de Reconquista. Santiago – dijo señalando al negro que ahora movía muy sutilmente la cabeza de arriba abajo, asintiendo en silencio – entra primero conmigo. Claudio y Mariano después, y empieza la jarana. – Tú y Maxi reducen a los polis, y nos cubren las espaldas desde la puerta. Las armas me las entregarán mañana y se las hago llegar con Ileana. Habrá dos autos de escape en Puerreyedón y San Martín. Lo demás es el procedimiento de siempre. ¿Entendido?

– Entendido – dije.


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