domingo, 2 de marzo de 2008

Catarsis

PRONTUARIO





Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com









Sentado de espaldas al resto, leyendo “La Senda del Perdedor” de Bukowski y empapado por la lluvia, aquella tarde de Junio esperaba a un desconocido. Era invierno en Buenos Aires; el frío estaba de regreso, con mucho más fuerza que el año anterior, y el furioso temporal amenazaba con llevarse todo a su paso. A las dos, volviendo de almorzar, había encontrado sobre mi escritorio una intrigante nota. "Te espera A. Selpa a las seis en lo de Maxi". Y lo de Maxi sólo tenía una agradable descripción: el viejo bar “Azul” de la calle Corrientes, propiedad de un asiduo colaborador de nuestra revista, que pagaba la publicidad con generosos vales de consumo. Llegué puntual a la cita, suponiendo que se trataba de de hacerle una entrevista a alguno de los tantos ilustres argentinos a los que no tenía el agrado de conocer ni por nombre. Tras saludar efusivamente al vivaz camarada que en ese momento servía una cerveza a un tipo, le pregunté por mi interlocutor, de una manera muy típica en mí:

- Quien carajos es Selpa?

Eran casi las siete de la noche. Adormecido en la incómoda silla pensé en regresar a casa y dar por concluida la espera. En aquel momento, un viejo grande y robusto, de manos huesudas y mirada esquizofrénica, embutido en un pesado abrigo negro, ingresó en el local. A través del espejo lo vi dirigirse directamente a la barra, y Maxi me señaló con el índice. Ignoraba la razón de aquella hasta entonces misteriosa reunión, pero desde que asumí el cargo de reportero en la revista era común reunirme con extraños personajes de todo tipo y condición. Lo sentí acercarse lentamente por detrás de mí y darme una palmada en la espalda. Se sentó en la silla contigua, encendió un puro que soltó un halo repugnante; y dirigiendo la mirada a un punto inalcanzable en el techo, con una frialdad que terminó por congelar mis propios huesos, hizo su presentación con un aire de grandeza:

- Necesito que escribas el libro de mi vida.

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El anciano de aspecto duro y fácil sonrisa que conocí aquella noche resultó ser Andrés Selpa, “El Cacique”: un boxeador de los grandes, que por los años setenta se hizo camino a la gloria tumbando a los grandes, como los grandes. Amado y odiado como los grandes, supo, en el ocaso de su carrera, también probar el triste sabor de la derrota, la desgracia y luego el olvido... como los grandes. Y en el crepúsculo de una vida plagada de triunfos y sinsabores, decidió publicar una biografía suya; muy común también entre los grandes.

Acordamos reunirnos el domingo siguiente en su apartamento para discutir los detalles de la publicación. Ese día llegué impuntual como de costumbre, y no fue difícil llegar a un acuerdo económico, pues en aquellos tiempos de crisis extrema yo ya había empezado a cobrar irrisorias sumas como pago por mis decadentes trabajos de redacción. Salí cuando ya estaba muy entrada la noche: El cielo de un negro oscuro amenazaba con otra noche de tormenta; y yo caminando feliz, con los cuatro casettes que contenían las grabaciones de nuestra larga conversación, aturdido por la andanada de confesiones que no esperaba, convencido de haber tomado el más importante proyecto literario hasta lo que llevaba de mi estancia en la capital argentina, y esperanzado con una posible solución a mi precaria situación financiera: Tres mil pesos al terminar de escribir el libro.

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Andrés Selpa había nacido 72 años atrás en Bragado, provincia de Buenos Aires, y siguió viviendo allí cuando alcanzó la fama… y aún después que cayó en desgracia y buscó un refugio, escapando de las miradas acusadoras. Desde sus inicios probó el amargo sabor de la pobreza: en la conmovedora inocencia de sus ocho años, soñaba con ser abogado mientras lustraba zapatos en la plaza del barrio. Desertó de la escuela promediando la secundaria cuando tuvo que hacerse cargo de sus hermanos, tras el abandono de hogar de su madre. Ya adolescente, fue descubierto como carne de cañón por algún buitre de saco y corbata. Y luego, una vertiginosa carrera hacia el título sudamericano, ganándole limpiamente a Eduardo Lausse, el campeón de entonces, en dos peleas consecutivas. Su vida, marcada por el infortunio le jugó dos pésimas pasadas que acabaron con su efímera buena suerte como púgil. Tras asesinar a uno de sus rivales, fue apresado y purgó condena por largos siete años. El asunto no me impresionó demasiado, pues siempre he considerado todas las actividades humanas como arriesgadas y se lo hice saber, por si le servía de consuelo: “Si a un cirujano se le puede ir el bisturí y matar a su paciente ¿Por qué a un boxeador no se le puede ir la mano con un rival?”. Pero él se encargó de despejarme las dudas, siempre aspirando profundamente el puro, que sostenía con la mano derecha, y fijando la mirada en algún punto inalcanzable del techo:

– El problema es que no lo eché en combate. Lo maté a tiros en el gimnasio de la federación.

Pero la anécdota de oro, que no me contó aquella tarde ni en nuestras charlas posteriores, la encontré por casualidad en una divertida nota que le hicieron años antes para una revista local, y me impactó tanto que hoy la llevo siempre en la memoria con la intención de narrarla algún día en uno de mis futuros proyectos literarios: Cuando le tocó pelear con Juan Carlos Rivero –un pegador fulminante– se paró en la esquina del Luna Park repartiendo volantes: “Rivero ¿Quién es Rivero? Véalo morir en el Luna el sábado que viene”.

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Nos volvimos a juntar un mes después en una heladería de Capital Federal, con la intención de recoger los detalles que me faltaban para terminar de hilvanar su trágica semblanza. Aquel día llevé la primera página de un boceto que redacté al vuelo la noche anterior mientras cerrábamos la edición de la revista, y rotulada como “La caótica vida del Cacique” (No se preocupe, que ya le vamos a encontrar el título adecuado). Al viejo campeón le agradaron los trozos, aún incomprensibles, de su propia historia, y sólo tuvo una objeción:

– ¿Por qué en primera persona?


– Porque no sé escribir en tercera….

La última vez que nos reunimos le llevé los avances de su futura publicación, que para entonces había decidido titular como la utópica revista que siempre quise y nunca pude tener en mi país: “Prontuario”. A Selpa pareció gustarle la idea: “Que ha sido mi vida, sino un largo y peligroso prontuario?”. Fueron veinticinco páginas, aun si un orden definido dentro del texto final, que se las leí con el corazón en la boca, pues de ello dependía el futuro de nuestro acuerdo que desde siempre fue de palabra. Y el viejo fue feliz. Esa noche cobré el primer adelanto de novecientos pesos (porque Selpa seguía ostentando una envidiable fortuna). Y también yo fui feliz.

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Tendido en la cama de mi habitación en Flores y leyendo “El Amor es un Perro del Infierno” de Bukowski, recibí la noticia de la muerte de Andrés Selpa, por una llamada telefónica que hoy no logro encontrar entre los recuerdos. Era Enero en Buenos Aires; el sol estaba de regreso y la población empezaba el largo éxodo anual hacia la costa atlántica. A las ocho de esa noche tomé el bus con destino a Bragado y caminé las dos cuadras que separaban la estación autobuses del departamento que compró para pasar sus últimos días, obnubilado por una larga columna de vehículos que salían de la ciudad, como si huyeran de mí. Al llegar al moderno edificio de la calle Solís, una multitud se disputaba en la puerta con los reporteros el derecho a ingresar. Lucía, la joven abogada que había vuelto de España para pasar los últimos días al lado de su famoso progenitor, salió a recibirme. Sin alcanzar a darle el pésame, tan clásico en este tipo de situaciones, se me adelantó:

– Sus últimas palabras fueron para usted.


Nunca me dijo que aquel viejo ingrato, al que había aprendido a querer por medio y a través de su prontuario, con el último aliento había enfilado los dardos contra mí, en momentos en que, encerrado en mi desordenada habitación y empapado (pero de sudor) como el día aquel que lo conocí en una de las mesas del bar “Azul”, luchaba con las palabras para unir los trozos de su atormentada vida:

– Ese negro hijo de puta se ha demorado con mi libro a propósito, para robarse mi historia….







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