domingo, 16 de marzo de 2008

Catarsis

EL LINYERA - PARTE I







Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com













Ahí estaba. Apareció de pronto, cuando salía de dejar un sobre para mi madre en la oficina de correos entre Corrientes y Libertad. Calculé que debería tener mi edad, acaso un par de años menos. Llevaba una vieja camisa beige de tipo militar y pantalones vaqueros de un azul indefinido; y en la cara, además de la barba de cinco días, la expresión de perro apaleado. Eso pensé precisamente al verlo avanzar hacia mí, y detenerse dubitativo a menos de un metro de distancia: “Pobre perro sin dueño”.

Lo crucé sin mirarlo en la esquina, y tomé de largo la calle Corrientes. Él se detuvo (hoy debo suponerlo), giró en ciento ochenta grados y siguió también por Corrientes, mas de ello no me percaté en el momento. Caminé con parsimonia las dos primeras cuadras, y seguí un poco más aprisa la tercera… y luego la cuarta. Doblé en la esquina con Puerreyedón, donde compré una Coca-Cola en un puesto al paso, y seguí distraído dos cuadras más. Una esbelta figura femenina que pasó fugazmente me hizo volver la cabeza, intentando alcanzarla con la mirada.

Entonces me pareció que el vago aquel me venía siguiendo.

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Eran las tres de la tarde: cansado de dar vueltas, primero para comprobar mis sospechas y luego en el vano intento por quitármelo de encima, ingresé a la estación del metro, esperando perderlo entre la multitud. Un breve recorrido por el andén que a esas horas siempre luce repleto, luego miré hacia atrás… seguía allí, a unos cuantos pasos, con la mirada sobre mí y su triste expresión de perro apaleado. Traté de serenarme y pensar un poco. Eso era: un viaje largo para despistarlo. Opté por la ruta norte y compré un boleto hasta Lavalle. A esas alturas quedaba claro era que estaba siendo objeto de un descarado asedio; pero él no parecía interesado en hacer algo para ocultarlo. Pensé en solicitar ayuda policial pero desistí al instante: Podría tratarse, tan sólo, de un delirio de persecución. De más está decir que subió en el mismo vagón y se sentó en uno de los asientos posteriores; siempre con la mirada sobre mí, acechante, atosigante… asfixiante.

En la estación “Independencia” subió el inspector de transportes a hacer el control de rutina. Le entregué mi boleto que éste perforó antes de devolvérmelo, y miré de reojo hacia atrás, intentando descubrir el destino de aquel misterioso sicario. Era un Ticket color azul: Pasaje cuádruple, hasta la estación de Retiro; la última parada. Definitivamente, se había propuesto seguirme hasta el infierno de ser necesario. Presa de un pavor que fue incrementándose y terminó por oprimirme el esófago, cortándome de un tajo la respiración, sólo atine a pensar, confundido: "Dios, este bastardo sí que va a asesinarme".

El tren se volvió a detener en la estación “De Mayo” a dejar y recoger pasajeros. La situación se estaba saliendo de control y pensé que tal vez era momento de hacer algo. Lo que fuese. Sonó la alarma anunciando el momento de reanudar la marcha. Los pasajeros se acomodaron lo mejor que pudieron en el espacio que ya se encontraba repleto; miré hacia atrás: el tipo miraba distraído por la ventana. De un salto me levanté del asiento, cediéndolo con la mirada a una bella muchacha que me sonrió agradecida. Escabulléndome rápidamente entre un grupo de estudiantes que conversaban animadamente, salvé en tres los cinco pasos que me separaban de la puerta. Y cuando ésta se iba cerrando y la máquina volvía lentamente a la vida con un agudo crujido, salté al vacío, arriesgando la vida con un escape de corte cinematográfico. Sólo cuando lo vi por la ventana posterior (que se perdía veloz en el horizonte), con un gesto de desconcierto, empujando sin éxito a los pasajeros, intentando alcanzar la salida (que también se iba con él), me convencí de que le había ganado la partida. Lo había perdido definitivamente.


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A las seis de la tarde ingresé al café Tortoni, un apacible local ubicado a dos cuadras de la Plaza de Mayo, que tiempo atrás fue refugio del genial Jorge Luis Borges y que por más de tres años fue también lugar de reunión de “Apatía” un grupo literario sin mayores aspiraciones, al cual me asimilé desde mi primera llegada a Buenos Aires; disuelto el grupo y enfrentados irreconciliablemente sus integrantes, nunca volvimos a frecuentar el lugar, salvo las esporádicas veces que coincidíamos casualmente al ir a tomar el café verspentino. Cuando ello ocurría, nos saludábamos de lejos con algún frío gesto. Me senté en una de las mesas del ala derecha y pedí un “express descremado con dos mediaslunas”. Cogí el diario de la mañana (también estaba sobre la mesa el de la tarde pero éstos no contienen nunca nada importante) y empecé a ojearlo distraídamente (Buenos Aires es una ciudad que nunca deja de sorprenderte). El triste ladrido de un perro sin dueño me sacó del ocioso sopor en el que empezaba a caer, aplastado en la silla, en aquella naciente noche de otoño que, tras una persistente lluvia, empezaba a estrellar:

– ¿Se puede?

Era él; el sujeto que en las primeras horas de la tarde me estuvo siguiendo por las céntricas calles de Capital Federal. Una gota de frío sudor me nació súbitamente de algún poro de la nuca, recorriéndome por completo la espina dorsal, hasta disolverse al contacto con la suave superficie de la camiseta. “Bueno -me dije- lo que sea que le haya hecho a este tipo para que quiera matarme, no le voy a pedir perdón”. Saqué fuerzas de donde sólo cabía el temor, para mirarlo de frente, y reclamarle indignado:

– ¡Carajo! ¡Me vienes pisando la sombra desde las dos…!

– Desde las 9 – Me corrigió.

Su respuesta terminó por dejarme perplejo. No recordaba haberlo visto antes del momento aquel en que apareció de pronto, cuando salía de dejar un sobre para mi madre en la oficina de correos entre Corrientes y Libertad. Él prosiguió, a la vez que me mostraba una bolsa de plástico negra con un contenido cuadrangular:

– Te olvidaste esto en la 45, cuando te bajaste en Constitución.

Lo reconocí al instante. Era el viejo cuaderno de tapa verde con los borradores de “Nihilismo”, el último de mis caóticos proyectos literarios: una recopilación de los artículos que por años publiqué en la revista “Cambios” a los que, tras darle cincuenta mil vueltas les pude encontrar un orden lógico, convirtiéndolo un novelesco diario, de engañosa similitud con “La Náusea”, y que llevaba siempre conmigo a todas partes, con la esperanza de que, en mi largo peregrinaje hacia la nada, me llegase a topar con algún interesado en darle vida.

– Sí que sos buena gente…- ironicé- Mira que perseguirme por todo Buenos Aires para entregarme algo que perdí. Te lo agradezco en serio, pero si lo que quieres es dinero, vas a tener llevártelo de regreso porque no tengo un mango - repuse mostrándome desinteresado, con la intención de rebajar sus pretensiones al máximo.

- No tiene que ser ahora - cogió mi taza de café y le dio un gran sorbo de un peso y medio. - Lo leí y pinta bien. - Te lo regreso a condición de que cuando ganes un premio gordo publicándolo, me des una buena parte…

Fue más simple de lo que yo esperaba. Internamente me compadecí de su ingenuidad, pues con aquella burda imitación de la genial obra de Sartre, acaso si podía ganar un poco más que las 5 monedas por ejemplar vendido que te ofrecen las editoriales independientes (descontando los gastos de distribución y venta), amén de los casi dos mil pesos que había que poner para echar a andar el proyecto; dinero que ahora ni nunca estaba dispuesto a invertir... y menos en un escritor de ínfima calidad como yo.

– Bien. Que así sea – Tú eres...

– Diego Paz– respondió (cielos – pensé – ¿Por qué todos los argentinos tienen que llamarse Diego?). Y no te molestes en buscarme. Cuando ganes ese premio, yo mismo lo haré.

– De eso estoy completamente seguro – finalicé divertido.

Dos días después regresé a Lima y tres semanas más tarde volví a abandonar el cuaderno de tapa verde (esta vez para siempre) en un colectivo, cuando vagaba sin rumbo por Barranco. Nunca publicaré “Nihilismo”, de modo que si un día gano un premio gordo en este incierto oficio no tendré que compartirlo con Diego Paz. ¡Salvado!




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