domingo, 30 de marzo de 2008

Catarsis

"ME INVENTÉ EL FINAL"
(EL LINYERA – PARTE II)








Por Abel Peralta Quiroz
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mr.ritchmond@hotmail.com














"La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda,
y cómo la recuerda para contarla"

Gabriel García Márquez


Con el plazo a punto de vencer, terminé de escribir mi crónica para la decimoprimera edición de la revista virtual de Grupo Perú. Y sin tiempo (ni ganas) de darle una última revisión, se la envié al responsable de edición. Respiré aliviado. Hace medio año que estoy embarcado en esta aventura y sigo en carrera, a pesar que el sentido común me indicaba que no podría durar más que un par de meses. Salí a caminar para relajarme un poco, respirando en cada paso la nostalgia del barrio en el que nací y pasé mi infancia ya lejana. Al volver a casa, el escrito está en la pantalla del computador, como invitándome a algo más. Me senté a descansar. A los pocos minutos dormía profundamente. Desperté sobresaltado por una extraña revelación y tardé unos minutos en poner en orden los pensamientos. Entonces el recuerdo emergió nítido: desde hacía poco más de un año tenía comprometida mi participación como colaborador con la revista “Cerdos y Peces”.

Me ocurre muy a menudo que en poco tiempo suelo olvidar mis obligaciones, por simple descuido o porque decido libremente olvidarlas cuando la pereza me derrota. En el caso específico de “Cerdos y Peces” no sólo había empeñado mi palabra, sino que además el verano anterior había recibido un adelanto de 700 pesos; razón suficiente para cumplir. Y no lo hice. De eso hacía ya casi un año. Busqué en la agenda el número de Andrés Acosta, su director, y lo llamé para comunicarle mi decisión de ponerme a derecho con ellos. No recordaba haberme adelantado dinero. En todo caso– me dijo– no fue un adelanto; pero sí se alegró de poder recibir un escrito mío para la siguiente edición de la revista (Se terminó de convencer cuando le confirmé que lo tenía listo). No discutimos detalles de una participación permanente, ni mucho menos de dinero (los mejores años de la revista habían pasado ya, y las jugosas dietas a sus columnistas se habían ido con ellos). Me senté frente a la máquina para hacerle los últimos cambios. Dos horas después lo tuve concluido.

– Bueno – pensé. Las deudas a la larga, se pagan o se pagan. E hice click en enviar.

No me tomé la molestia de llamar a la redacción para confirmar la recepción del escrito, o el resultado de la rigurosa evaluación del grupo de editores. A los pocos días había olvidado que aquella noche de confusiones y vagos recuerdos, decidí tragarme la vergüenza y enviar un escrito para “Cerdos…”

La historia fue publicada a las dos semanas en la edición especial por los doce años de la revista, en la página 10, dentro de un espacio improvisado como “Prontuario” (es muy común en mí repetir nombres y títulos porque no se me ocurren mejores), y con su rótulo original: “El Linyera”. Recibí un ejemplar en la puerta de mi habitación vía DHL, adjuntado a una nota de Andrés, en la que, además de saludar mi abrupta irrupción en C&P, me animaba a seguir colaborando con ellos. Por la noche recibí una llamada telefónica, cuando volvía de cenar. Levanté el auricular, esperando encontrarme con la apacible voz de mi madre; lo que en cambio pude oír al otro lado de la línea fue un berrido de ultratumba que conocía a la perfección a pesar de los años. Dudé un poco, antes de contestar con una tranquilidad artificial: “hola Diego”.

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– No me hizo gracia tu historia inventada…

– Bueno, me inventé el final… qué más da…

– Te la inventaste toda, je. – Hablaba resoplando, con una rabia contenida, buscando en mis palabras un resquicio por donde colarse.

- Digamos que sí – No comprendía cuál era el problema de haber publicado una historia ficticia. Podía simplemente no darse por aludido.

Hubo un silencio largo. Calculé que lo peor había pasado. Respiré aliviado (él debió sentirlo del otro lado). Pero volvió a la carga con un argumento contundente.

- ¡Y ni te tomaste la molestia de cambiar mi nombre!

No había reparado en ello. Era a todas luces la razón de su llamada. Se me ocurrió cortar la llamada, pero ya era muy tarde.

- Bueno, lo siento… - respondí con un sincero arrepentimiento- ¿Qué puedo hacer para desagraviarte?

- ¿Qué puedes hacer? ¡Yo sé qué puedes hacer!… Puedes irte bien al carajo, negro de mierda… - Y colgó

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Es hora de poner un alto a lo avanzado y hacer algunas precisiones respecto de estas crónicas, porque mucho de lo que pongo en ellas son, o relativas exageraciones o absolutas mentiras: Efectivamente conocí a Diego Paz en cierta ocasión que perdí el cuaderno de tapa verde con los borradores de “Nihilismo”; fue en una cafetería de Libertador (cuyo nombre prefiero olvidar) que lo dejé, más que olvidado, abandonado a su suerte, porque en cada relectura me parecía más repulsivo y con menos posibilidades de ser publicado. La noche siguiente que volví, abatido pero dispuesto a recuperarlo, él estaba ahí, sentado en la barra, conversando con una bella muchacha (la que imaginé seguir con la mirada en la historia en cuestión) y tomando un Cinzano. Se acercó y deshaciéndose en halagos me regresó el cuaderno; pero nunca me pidió la mitad de un premio igual de lejano que incierto (hubiese sido ridículo), ni nada parecido, sino que me ofreció colaborar con él en una revista cultural que dirigía y cuyo nombre recuerdo nítidamente: “Grito Under”. Y así estuvimos juntos por casi dos años. El tiempo nos llevó por caminos distintos y aunque no quedaron rencores, no lo volví a ver. Por eso hoy, tratando de comprender su airada reacción, debo reconocer que estuvo mal mencionarlo de nombre y apellido.

Pero entonces ¿De dónde salió la historia de la persecución que dio pie para escribir “El Linyera”? En cierta ocasión, viajando en el metro rumbo a la estación de Retiro, sentí la asfixiante presencia de un tipo al que horas antes creía haber visto mientras almorzaba en una fonda de Puerreyedón y luego, cuando salía de la oficina de correos entre Corrientes y Libertad; alarmado me lancé al exterior con la máquina en movimiento, que casi me arranca un brazo. – Mirá si te matas, estúpido– escuché decir a alguien a mis espaldas. Ruborizado me alejé corriendo por el andén, dispuesto a no dejarme ver nunca más. Tenía 16 años y era la primera vez que salía a recorrer Buenos Aires.

Sin embargo, en este irresistible mundo de medias verdades y muchas tintas, la ficción se confunde arbitrariamente entre los recuerdos sin darnos siquiera la posibilidad de dosificarla. Por eso, en lugar de lamentar el bochornoso suceso de la llamada telefónica, decidí sacarle provecho, y volver a escribir algo para la revista, aprovechando la atención lograda con la primera entrega. No podía desperdiciar la oportunidad. En juego estaba mi regreso a la palabra impresa. ¿Cambiarle el nombre al personaje? Ya era tarde ¿Intentar otra historia con nombres ficticios? ¿Para qué? Si me había ido bien en el debut. Se me ocurrió inventar (o recordar, que para entonces ya es lo mismo) la segunda parte de “El Linyera”. A ver: Diego Paz se ve descubierto en una historia (la misma) publicada en la revista, y me hace una llamada, ofuscado, para reclamarme por haber perdido los borradores (y con ello un premio económico del cual le correspondía parte) pero sobretodo por haber publicado el relato con su nombre. Trato de defenderme, pero es inútil; Diego está fuera de sí. El relato concluye, como debe ser, con un pedazo de la verdad y una buena dosis de ficción:

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- Bueno – Dije, fingiendo pesar - ¿Qué puedo hacer para compensarte? (No tenía la intención de darle un mango).

- ¿Qué puedes hacer? – Repuso, leyéndome el pensamiento a través de la voz - ¡Yo sé que puedes hacer! Irte bien al carajo, negro de mierda… - Y colgó.

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Al terminar, vuelvo a respirar aliviado: contrariamente a lo que suponía, estoy sobreviviendo a la presión de escribir con el tiempo mordiéndome los tobillos, y por ahora puedo respirar tranquilo, aunque el esfuerzo me estresa en demasía. Son las cuatro de la tarde y el sol empieza a ocultarse muy lentamente. Salgo a caminar para relajarme un poco. Al volver ha caído la noche y el escrito está ahí, en la pantalla del computador, como invitándome a algo más. Me siento frente a la máquina a revisarlo. Dos horas después he concluido. La adjunto al correo electrónico y se la envío a Andrés con la nota de siempre: “Ahí te mando esa mierda”.
La historia volvió a ser publicada en la página 10 de la revista “Cerdos y Peces” con su título original: “El Linyera – Parte II”. (Andrés se volvió a tomar la molestia de enviarme un ejemplar a casa, adjuntando 500 pesos y una nota que a la letra dice “Vas bien; te esperamos en la próxima”) y encerrado en mi habitación la leí de un tirón, pensando qué diría Diego Paz de esta nueva afrenta. Dispuesto a seguir aprovechándome de la situación, me senté a esperar su llamada.





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