domingo, 13 de abril de 2008

Catarsis

BARRIO DE PUTAS









Por Abel Peralta Quiroz
Comentarios:
mr.ritchmond@hotmail.com
















"Sólo encontrarás el Paititi cuando logres arrancar de tus ojos el resplandor de la codicia"


Julio Ramón Ribeyro





Villa Caricia. Escuché mencionar por primera vez el nombre de aquel enigmático lugar cuando tenía apenas 15 años. Eran las vacaciones del cuarto año, y decidí que era el momento de realizar un viaje largamente postergado, siguiendo los restos de los antiguos Tiawanaku, en territorio boliviano. Como me faltaba dinero para financiar la expedición, recurrí a un hermano de mi madre para solicitarle un préstamo (que quedaba claro, nunca iba a devolver). No me negó el apoyo, pero el día que fue a despedirme a terminal de buses, me llevó del brazo a un costado, para que mamá no pudiera oírle y me tiró a quemarropa:

– Tienes que ir a Villa Caricia

Por lo que alcanzó a decirme, se trataba de la más grande zona rosa de Sudamérica, ubicada en algún punto próximo a Cochabamba. El lugar al que a los quince años todos queremos ir. No me dio más detalles, pero en aquel viaje dejé de lado mi objetivo académico y centré mis esfuerzos en buscar la exultante Villa de las Caricias. No pude hallarla. En los tres años siguientes hice siete viajes más y corrí igual suerte. Unas veces estuve cerca, otras no tanto. Con el tiempo el irrefrenable deseo de encontrarlo se fue diluyendo, y aquel nombre imposible se me borró para siempre de la memoria.
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Desperté estremecido por un frío que se me traspasaba la piel, tomando por asalto mis venas y congelándome la sangre hasta hacerme estallar la cabeza. El bus yacía inerte desde hacía cuatro horas en un amplio sendero, a 500 kilómetros de Oruro, nuestro destino. Eran las seis de la mañana pero hacía un frío de madrugada. Pasaron tres horas que se sintieron como diez. Hacia las nueve, aun no habían indicios que el problema se podría solucionar en el corto tiempo; alguien soltó la idea de ir a desayunar a un una pequeña fonda que se encontraba a unos 500 mts. de ahí. No me pareció mala idea.
Conversé despreocupado con dos de los pasajeros que iban conmigo en el bus, mientras desayunábamos café y sándwiches de queso; decían llamarse Javier y Pedro (por regla general sabía en estos casos nunca se preguntan apellidos). Por lo que me dejaron entender, supe que eran dos comerciantes aventureros, sin prisa por hacer negocios, y por lo que yo les dejé entender, ellos pudieron saber que yo era un estudiante desertado aspirante a escritor. Media hora más tarde, ya éramos amigos de años. Volvimos al lugar donde sólo minutos antes dejamos al bus, y nos dimos con la ingrata sorpresa de que éste había desparecido, y con él los pasajeros que, maldita sea, nos incitaron a bajar.
­ – ¡Mierda!
Ellos lo tomaron con una tranquilidad inusitada:
– Tranquilo, no pasó nada… vamos a alcanzarlo.
En el transcurso del día iba a arrepentirme de haber tomado esa infortunada decisión. Abordamos una línea de transportes que iba en la misma dirección, que por cinco pesos nos habían de llevar hasta la Tranca de Konami, lugar en el que esperábamos alcanzar al bus en la garita de control, que a esa hora solía atiborrarse de carros (nunca supimos que en aquel momento, nuestro bus ya había pasado de sobra el control y comenzaba el último descenso antes de entrar a Oruro). Pero aquel día definitivamente había decidido ensañarse con nosotros. Apenas avanzamos unos kilómetros cuando los frenos chillaron inesperadamente, y el vehículo avanzó muy lento, saliéndose de la pista hasta detenerse cincuenta metros más adelante, con dos llantas picadas…
Estaba al borde de un colapso nervioso. Todo lo que me quedaban en los bolsillos eran 40 pesos que los había separado para gastos urgentes (el resto de mi dinero se encontraba al fondo de mi maleta, a su vez al fondo de la bodega de los equipajes) y una vieja cámara fotográfica prestada. Con la poca calma que me quedaba, aposté la mitad de mi dinero en un taxi que se ofreció hacernos el trayecto hasta el cruce por, maldita sea, ¡ochenta pesos! Partimos velozmente y yo ocupé el asiento del copiloto muy tenso, dudando todavía si lo que estaba viviendo no era más que una horrible pesadilla. Llegamos en dos horas. El bus obviamente no estaba. Por otros cuarenta pesos, que disminuyó a un tercio el peso de mis bolsillos, le pedimos al conductor otros tantos kilómetros de esperanza…

Y seguimos.

El auto se detuvo en un tramo donde la carretera se bifurcaba en una ancha carretera donde 40 kilómetros al sur se encontraba Oruro, y una trocha sin asfaltar al noreste, hacia Cochabamba.

– Hasta aquí llego.
Eran las dos de la tarde. Empezamos a caminar desorientados por una angosta vía, hasta llegar a un pequeño poblado de apariencia humilde, en donde hicimos una llamada a la empresa para alertar de nuestros equipajes. Ya era muy tarde. Nos sentamos a descansar a la sombra de un ancho balcón sin animarnos a decir palabra alguna.
En el resto de la tarde hicimos otras tres llamadas por separado, para confirmar la información, y la respuesta fue la misma: nuestros equipajes no se encontraban más en el vehículo, que en ese momento se comenzaba a llenar nuevamente, preparándose para emprender el retorno a La Paz. Pensé en regresar a Lima, pues con los escasos recursos que disponía iba a ser imposible llegar hasta Buenos Aires, y así se lo hice saber a Javier.

Pero él, con su inmensa sabiduría de viejo curtido en cuestiones de la vida (y más aun de la buena vida), me dio una lección que habría de acompañarme en adelante y para siempre:

– Nunca nadie se ha muerto sin llegar a su destino…
Y hoy, más de cuatro años después, y con incontables trabas en el camino, puedo dar fe que no existe en el mundo aseveración más certera.

Nos encontrábamos exactamente en un pequeño asentamiento urbano, en las inmediaciones de Oruro, cuyo nombre me prometí olvidar para evitar delatarlo en algún escrito futuro, pero que bauticé en mi memoria como la bella camarera de la fonda que nos acogió sonriente aquella tarde nefasta:
El pueblo de Jeezabel.
Conversamos animadamente, intercalando breves diálogos con algunos comensales que se mostraban divertidos por nuestra negra suerte. Javier estaba de muy buen humor porque que se enteró que aquella noche se iniciaban las celebraciones del carnaval. Pedro internamente también lo estaba, pero prefirió hacer causa común conmigo y decidió no bromear, limitándose a responder a las preguntas con una locuacidad admirable.
La primera impresión que tuve fue de haber llegado a una pequeña aldea del lejano (y salvaje) oeste, con autos que transitaban impunemente sin matrículas, donde el comercio estaba (por libre decisión del pueblo) exento de impuestos, y en la que los viejos pobladores que se juntaban a beber cerveza en las cantinas se jactaban de ser un territorio liberado, con más autoridad que la autoridad misma, y más ley que la propia ley. Me intrigó sobremanera aquella expresión de libertad, únicamente comparable con aquellos utópicos parajes por los que transitaba libre en mis sueños, y acepté sin pensar el ofrecimiento de Juan para quedarnos a disfrutar del carnaval, viviendo de la caridad de su gente, e involucrándome en una aventura amorosa con Jeezabel que duró lo mismo que el feliz jolgorio de verano.


Al caer la noche el pueblo se despertaba lentamente de su letargo como había visto emerger de las profundidades a las ranas en las noches de lluvia en la serranía peruana. Los camiones iban llegando al poblado, rebosantes de mercancías de contrabando, preparando sus caravanas clandestinas para pasar la frontera en la madrugada, mientras que en la plaza se iban ajustando los detalles para el inicio de las fiestas. Sin embargo, el rincón mágico de aquel inefable villorrio se encontraba en el boulevard la zona oeste, que se extendía en el horizonte hacia una carretera una carretera de incierto destino: bellas prostitutas de todas nacionalidades y precios, iban acomodándose a esa hora, en los edificios de escandalosa iluminación. Habían ahí argentinas y brasileras desde treinta pesos (dignas representantes de este lado del continente); alemanas, italianas y rusas, venidas (o traídas con engaños) de Europa, entre cincuenta y cien; jóvenes orientales de países imposibles (también a cincuenta pesos, señor), y niñas presuntamente vírgenes cuyos desalmados progenitores las ofrecían en una zona exclusiva por no menos de doscientos pesos. Ubicadas en las calles al final de aquel enorme lupanar, estaban las modestas bolivianas, de menor valor monetario en ese mercado de carne, que aceptaban cinco pesos de compasión, y a falta de dinero para pagar los siete de la habitación se valían de cualquier recoveco en la oscuridad para saciar las urgencias de los parroquianos.


En el centro, la juerga se prolongó hasta muy entrado el amanecer. Las luces se fueron apagando una tras otra y la celebración terminó a oscuras. Tropezando llegué hasta el viejo refugio que me ofreció Jeezabel y que, por supuesto, no me negué a aceptar. Desperté cuando el sol ya estaba puesto en todo lo alto. Fui a buscar a mis compañeros y me topé con un enigmático cartel colgado del umbral de una puerta en un estrecho callejón. Era el detalle que le faltaba a aquel pueblo de fantasía; pero no me animé a tocar y el misterio de las intrincadas actividades de aquella casa persiste hasta el día de hoy, y aun me atormenta en las noches, pues aunque sé de sobra de qué se trata, prefiero darme por no enterado:

“Se hace justicia”

Me quedé en el pueblo los cuatro días que duró la fiesta, agotando de a pocos mis exiguos recursos, sin detenerme a pensar un momento en la realidad, viviendo a salto de mata del marido de Jeezabel y aprovechando de una fama de escritor que no tenía para conseguir gratis muchas de las cosas de primera (y todo tipo de) necesidad, escribiendo retazo de versos de Neruda que firmaba como míos, para algunos enamorados despistados. El viernes por la tarde, mientras los últimos grupos se iban dispersando y las putas rubias venidas de extrañas tierras al otro lado del mundo, volvían a ocupar el tercer edificio en el boulevard de la zona oeste, signado con el rótulo de “Europeas”, la realidad me golpeó de frente: Entonces sólo me quedaban cuatro pesos… ¡Y la Villa Caricia tantas veces recorrida en sueños, ahí a mi alcance!

Pedro y Juan habían partido la noche anterior dejándome con Jeezabel 30 dólares de auxilio, que me los entregó junto con 10 paquetes de cigarrillos. Aunque los pulmones me los exigían con desesperación, los guardé de reserva previendo complicaciones en el último tramo. Así fue: diez kilómetros más tarde, en el paso de La Quiaca, famélico por dos días sin alimento, los cambié por una porción de matambre, antes de abordar un viejo ómnibus de la empresa Almirante Brown, cuyo conductor se ofreció llevarme en su cabina hasta Córdoba por cincuenta pesos, a escondidas de sus empleadores… el fin de una agónica travesía. En ese momento no alcancé a comprender la magnitud de mi hazaña, aunque las imágenes de aquel lugar utópico que había añorado y buscado por años, y con el que había tropezado con él por un simple capricho del destino, me atiborraban la mente hasta rebalsarla.


El último recuerdo de aquel pueblo de calles sin asfaltar, autos sin placas, asesinos a sueldo y majestuosos lupanares, lo guardo nítidamente en la memoria, mientras esperaba transporte en el mismo polvoriento camino por el cual días atrás ingresaba sólo para hacer cumplir una vieja premonición de mi madre, quien desde que renuncié a los estudios por una vida más feliz e incierta, solía decirme enojada: “Un día vas a terminar muerto por esos sitios”. Jezzabel me miraba desde la puerta de la fonda. Corrió hacia mí, me dio un abrazo que me supo a despedida definitiva, se secó con el índice la única lágrima que le rodaba por la mejilla, y dejando de lado el cariño de madre incestuosa que me prodigó por casi una semana, sujetándome bruscamente del brazo, grande y robusta como era, me lanzó una advertencia que sonó a amenaza de muerte:

– Tú nunca has venido por aquí…

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El bus se detuvo en el carril 17 del terminal ubicado a las afueras de la metrópoli. Una persistente lluvia anunciaba el inicio de la temporada fría. Ya empezó el otoño, así que mas vale que te cubras bien – me dijo el chofer antes de descender. Necesitaba un recuerdo físico de aquella aventura, de modo que le pedí a un turista amable que me sacara una fotografía con la vieja canon-254 que me prestó Juan Carlos, y que si no vendí antes fue por falta de comprador para semejante armatoste. Y así, con la última moneda de la travesía tomé la 47 hacia el centro. Y luego hice los más de veinte kilómetros a pie, hasta la casa de Noelia. No estaba.

Fui entonces a la tractoría donde la había dejado la última vez hacía ya dos años; y ahí la encontré, hermosa como antes y después, con sus veinte años recién cumplidos. En el tiempo que compartimos proyectos imposibles y amores desenfrenados, solía decirme “llegarás a ser un gran escritor”… Tres años más tarde, yo seguía siendo el eterno “prospecto de” y ella era ya una exitosa maestra de literatura, amén de “Éxtasis” novela que acababa de publicar en André Materon, la editorial con la que siempre quise firmar contrato, pero que me devolvió sin misericordia el primer borrador de “Nihilismo”.

Le sorprendió gratamente mi inesperada visita, pero se recompuso al instante para no darme ese consuelo. Se limitó a frotarse los ojos fingiendo, a la vez que me decía:

No puedes ser vos…


Era yo. O lo que quedaba de mí. Se me ocurrió preparar el terreno halagándola un poco, porque había oído mil veces que “a las chicas les gusta que las adulen”; pero consciente que en aquel momento el sentimentalismo podía arruinar mi única oportunidad de llegar a Buenos Aires, donde acaso se encontraba mi única tabla de salvación, repuse con un cinismo que ni siquiera yo me conocía:
– Necesito sesenta pesos para ir a Buenos Aires.

Por supuesto que los tenía y por supuesto (también) que no me los negó, sin pedirme detalles. Antes de retirarme, y sabiendo que algún día iba a escribir esto, le pregunté

– ¿Recuerdas que una vez te hablé de Villa Caricia?

– Sí, ese barrio de putas que sólo existe en tu imaginación lujuriosa…

– Ya lo encontré. – Respondí aliviado.

Meses después la volví a encontrar en la tractoría donde la dejé la última vez. Entonces ya tenía 22, y estaba empezando a escribir su segunda novela. Yo estaba por cumplir los 21 y seguía empantanado en el fango de la indecisión. Hablamos un buen rato de los tiempos pasados y proyectos futuros. Ella acababa de leer un relato mío publicado en la revista Cambios, al que había titulado “El pueblo de Jeezabel”. “Nunca vas a cambiar” me dijo resignada. La miré sorprendido. Ella sonrió y evocó aquel mediodía húmedo y gris que, cual hijo pródigo, volví a ella aunque fuera por un instante, con las ropas sucias, los zapatos rotos y un hambre de condenado a muerte por inanición, para narrarle el capítulo final de una larga e intensa búsqueda que me había consumido por años…

– Pero traías en la cara tal felicidad, que pensé que ya te podías morir tranquilo…
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1 comentario:

Anónimo dijo...

oe abel chevre la musiqita de fondo.
sige asi ps, escribiendo de cuando no eras escritor..suerte